La onda expansiva generada por la renuncia de Benedicto XVI amenaza los pilares de la cristiandad. Es una crisis sin precedentes en la Iglesia Católica. Jorge Bergoglio ha llegado a Roma para participar en un cónclave trascendente y será Papa, lo sabemos. Lo que no puede imaginar Bergoglio en ese momento -marzo de 2013- es que su despedida de Buenos Aires es definitiva. Jamás regresará a la Argentina, no volverá a ver su ciudad, ni a su barrio, ni recorrerá las calles que fatigó durante más de 70 años. El Pontífice llegó a rincones del mundo que ningún predecesor había pisado, pero morirá sin visitar su país. A la luz de la historia esa decisión sonará incomprensible; hoy puede encontrar argumentos. Pero si Francisco partió con alguna deuda hacia el más allá, difícilmente haya un dolor tan íntimo y poderoso como ese.
No hay en la historia argentina un personaje más relevante que Jorge Bergoglio, líder espiritual de 1.200 millones de creyentes en todos los continentes y jefe de uno de los Estados más estratégicos de la aldea global. Tal vez no tan influyente como en otros tiempos, es cierto, pero a no engañarse. El poder de la Iglesia sigue inclinando balanzas. Bergoglio siempre fue consciente de que el trabajo que había aceptado lo convertía en sujeto de un escrutinio permanente, minucioso, a veces despiadado. A esas reglas del juego las aceptó imponiendo su estilo: si no quería inmolarse como Benedicto XVI debía aplicar mano dura. Así que detrás de la sonrisa, lo que mantuvo fue la firmeza, aún a riesgo de fallar.
Se equivocaron quienes veían en Francisco a un reformista revolucionario. No llegó para cambiar la Iglesia, sino para recuperarla y devolverle la credibilidad resignada en los años previos. Entonces su progresismo fue pastoral, nunca dogmático. La impronta del Papa fue muy clara desde el inicio, sintetizada en la elección del nombre: apelando a la obra del santo de Asís, Bergoglio insistió en enfocar la mirada de la Iglesia sobre los pobres, los desvalidos, los enfermos, los migrantes librados a su suerte, los que sufren. A esa mirada misericordiosa -de hecho, decretó un Año Jubilar Extraordinario de la Misericordia entre 2015 y 2016- se refirió en infinidad de ocasiones. Así se propuso comandar una Iglesia inclusiva y solidaria, en línea con aquella mater et magistra (madre y maestra) a la que se refirió Juan XXIII en su inolvidable encíclica. Si hay un predecesor del que Francisco recogió el testigo y al que mucho se parecía -hasta físicamente-, ese fue sin dudas Juan XXIII, el Papa que convocó al Concilio Vaticano II.
Numerosas biografías reconstruyen la vida de Francisco; muchas más verán la luz en los meses venideros. Hay varios denominadores comunes en esos libros, la mayoría más cercanos a la investigación periodística que al análisis académico-teológico, y se refieren a cómo se formateó la personalidad del futuro Francisco. El hogar profundamente católico, la educación salesiana, la tenaz influencia de su abuela, los pasos previos al seminario, cuando el técnico químico amenazaba con ganarle la pulseada al cura, todas fueron etapas que Bergoglio acompañó con un creciente enfoque humanista de las relaciones sociales. Pero a ese corazón permeable al dolor ajeno lo retempló la otra arista de su formación: tal como lo dispuso Ignacio de Loyola, quienes pertenecen a la Compañia de Jesús son soldados de Cristo. Bergoglio compaginó esas facetas en un equilibrio tan sólido que se convirtió en el candidato ideal para sacar a la Iglesia del terremoto desatado por Joseph Ratzinger en 2013.
Los 12 años de pontificado de Francisco pueden seguirse por medio de sus encíclicas, exhortaciones apostólicas y libros. Allí está volcado su legado y sirve, a la vez, para delinear el perfil de su pensamiento y de su accionar. En el caso de las encíclicas, las hubo sobre el valor de la fe (Lumen fidei) y de la fraternidad (Fratelli tutti), y sobre la devoción al Sagrado Corazón (Dilexit nos). Pero la más trascendente de todas fue Laudato si (2015), donde por primera vez un Papa subrayó la necesidad de cuidar el medio ambiente y enfrentar las amenazas del cambio climático. Otras preocupaciones -y ocupaciones- permanentes de Francisco pasaron por abrazar a los jóvenes y afirmarlos en la fe, y en especial por la situación de la familia, al punto de que le dedicó una exhortación (Amoris laetitia) y convocó a un sínodo extraordinario de obispos, orientado a renovar la postura de la Iglesia en ese terreno. Fue uno de los motivos de controversia que el Papa debió afrontar.
Hay algo innegable: la Iglesia que recibió Francisco es muy distinta a la que deja. Durante los últimos tiempos de Juan Pablo II, cuando la enfermedad lo mantenía casi postrado, y los de Benedicto XVI, la institución quedó manchada por escándalos de distinta índole. Mientras, el poder no pasaba por el Papa, sino por la burocracia de la Curia. Bergoglio actuó en consecuencia, sobre todo modificando el cuestionado manejo de las finanzas del Vaticano. En el camino cosechó numerosos enemigos, en especial entre los sectores conservadores, afines a la “doctrina Karol Wojtyla” de arreglar los desaguisados en casa. Una de esas batallas condujo a Francisco a rebajar los privilegios del Opus Dei, ya que de prelatura personal la rebajó a asociación pública clerical. En el próximo cónclave todo esto jugará un rol decisivo, la cuestión es cómo Francisco preparó a la Iglesia para lo que viene. En ese sentido, el análisis apunta al perfil de los cardenales y obispos que nombró durante su pontificado. Todos ellos obedecen a esa concepción pastoral, evangélica y de absoluto servicio que el Papa reclamó desde el primer día. La discusión en la Capilla Sixtina promete ser intensa y de su resultado dependerá la potencia con que el legado de Bergoglio se transmitirá de aquí en adelante.
Como todo jesuita, Bergoglio fue siempre un jefe exigente y un líder sólido y seguro, dispuesto a escuchar y a predicar con el ejemplo, pero inflexible una vez que lo dominaba una certeza. Más propenso a los círculos restringidos de debate que a los estados asamblearios. Ese político tan hábil se construyó en una trayectoria ascendente; primero condujo a los jesuitas en el país, después a la Arquidiócesis de Buenos Aires, luego a la Iglesia argentina desde la presidencia de la Conferencia Episcopal. El próximo paso fue el Trono de Pedro. En todos los casos movió las piezas en el instante adecuado y acertó. Se sabe que en 2005 era el candidato que podía vencer a Ratzinger en el cónclave, pero retiró su candidatura en pleno ardor de la elección. Supo por qué lo hacia. Esperó su hora, por más que resignó la oportunidad de ser un Papa más joven y con más años por delante.
Dos imágenes, muy fuertes, icónicas, son representativas del pontificado de Francisco. Una es de enero de 2015, cuando ofició en Manila (Filipinas) una misa que congregó más de seis millones de fieles. Nunca en la historia la Iglesia había reunido tal cantidad. La otra imagen, absolutamente contrastante, data de marzo de 2020. Solo en la Plaza de San Pedro, bajo un aguacero, el Papa intentó llevarle consuelo y esperanza a un mundo en pandemia. En ambos casos impacta la potencia de los gestos, una marca de fábrica que Bergoglio exportó al Vaticano. Los cercanos al Papa siempre advirtieron sobre lo genuino de esas actitudes, tan criticadas en ciertos sectores de la Iglesia. Renunciar a los modos de un reinado en los Palacios Vaticanos para instalarse en la residencia de Santa Marta; despojarse de hábitos ostentosos para habitar la sencillez de los zapatos de toda la vida; cambiar la joyería papal por la austeridad; todo eso contribuyó a delinear la figura de Francisco. Campechano, de buen humor, sobre todo cercano, todo eso fue desde el primer momento el Pontífice argentino, capaz de recibir camisetas de fútbol de todos los colores y bajarse una y otra vez del Papamóvil para besar y bendecir a las familias. El estilo de un cura de pueblo trasplantado a la máxima autoridad de la Iglesia.
¿Hasta qué punto el llamado a la paz que formula un Papa llega a mover la aguja de la realpolitik? Francisco ensayó ese discurso sin descanso y desde distintos escenarios: Roma, las Naciones Unidas y cada espacio que encontró en sus numerosas giras pastorales. La diplomacia vaticana vivió años delicadísimos, haciendo equilibrio en un escenario internacional que no deja de inclinarse hacia los extremos ideológicos. De uno u otro modo, Francisco no dejó de convocar a la concordia y marcó el camino por medio de una de sus especialidades: el diálogo interreligioso. Lo había ensayado en Buenos Aires -están disponibles, por ejemplo, sus charlas con Abraham Skorka- y lo profundizó desde el Pontificado. El hito en ese sentido fueron sus visitas a Medio Oriente y los puentes que tendió con el Islam. Pero el mundo es un polvorín al que el Papa intentó aplacar. No lo consiguió y ese, seguramente, es otro dolor que lo acompañó hasta el final.
Una cosa es la misericordia, otra salirse de una línea que hace a la idiosincrasia y a las convicciones de la Iglesia. Francisco fue enfático en su rechazo al aborto y a la eutanasia, incluso al uso de preservativos. Es cierto que habilitó espacios para que las mujeres ganaran algún protagonismo, pero de allí a abrirles la puerta -por ejemplo- del sacerdocio no hubo la mínima intención. Lo dicho: en estas cuestiones fue tan conservador como sus predecesores, pero no, al menos en el discurso, al referirse a los homosexuales o a los divorciados que volvieron a casarse, a quienes se refirió con cariño y como hijos de Dios. Estas manifestaciones también le costaron ataques de grupos reaccionarios que llegaron a hablar de “sedevacantismo”. Es decir que en El Vaticano había un Papa ilegítimo.
Mientras Bergoglio hacía pública su condena a los episodios de pedofilia perpetrados por religiosos, y a la vez tomaba medidas (como la expulsión del ex arzobispo de Washington, Theodore McCarrick) , llamativamente algunas voces dentro de la Iglesia se mantuvieron en silencio. En ese rubro el Papa también cometió errores, principalmente en Chile, cuando respaldó al obispo Juan Barros, culpable de gravísimos abusos. Luego Francisco pidió perdón, pero sonó demasiado tarde y el affaire, sin dudas, terminó afectando su imagen.
El caso argentino fue sintomático y habla más de la realidad del país que del propio Bergoglio. En sus tiempos de titular de la Conferencia Episcopal se lo ubicó en la vereda del frente del Gobierno, posición reforzada por su oposición a la Ley de Matrimonio Igualitario. Entonces desde sectores del kirchnerismo se acusó a Bergoglio de haber colaborado con la dictadura militar en el secuestro de los sacerdotes Orlando Yorio y Francisco Jálics, lo que se demostró falso. Lo curioso es que luego Bergoglio, aquel furioso antikirchnerista, mutó en “Papa peronista”, acaso por el hecho de recibir en audiencia a dirigentes de distinto calibre. Francisco resultó, a fin de cuentas, una pieza más en el nocivo juego de la grieta nacional, a la que habría alimentado a la distancia con actitudes, mensajes y maniobras. Esta consideración sesgada, cocinada al vapor de conveniencias políticas, siempre fue ajena a los hechos. Por caso, Javier Milei lo tildó de “representante del maligno en la Tierra” y Francisco le respondió con un abrazo. Pero con semejante estado de cosas latente, el Papa eligió el camino más difícil. No quiso ser un factor más de división para una sociedad de por sí fracturada. Es la única explicación posible para comprender por qué no volvió a su tierra.
La muerte de Francisco cierra una etapa importante para la cristiandad. Si la semilla plantada florece lo veremos en los tiempos que vienen. Cada Papa es único en sus formas y en su esencia, Jorge Bergoglio se propuso no pasar inadvertido en la historia y dejó las herramientas suficientes para asegurar ese destino. En cuanto a los argentinos, da la sensación de que nunca se llegó a comprender la magnitud de contar con un Papa criollo. Tal vez dentro de algunos años, mirando las cosas en perspectiva, las interpretaciones encuentren la profundidad adecuada.
Es 13 de marzo de 2013. Ya se vio el humo blanco, ya se congregó la multitud, ya sale el nuevo Papa al balcón. Ahí está Jorge Bergoglio, mirando con indisimulable perplejidad a un mundo que, a la vez, está descubriéndolo. Entonces toma el micrófono y dice “buonasera”. Parece que fue ayer pero ya mismo, tan rápido, hay que decirle adiós. Adiós a un Papa que, decididamente, no fue uno más.