La Iglesia nos invita a prepararnos a la Ascención de Cristo a los cielos y a la venida del Espíritu Santo. Es bueno que podamos repasar un poco de teologia sobre las verdades finales de la vida y su dimensión escatológica.

El Señor nos habló de muchas maneras de la incomparable felicidad de quienes en este mundo amen con obras a Dios. La eterna bienaventuranza es una de las verdades que con más insistencia predicó nuestro Señor: “La voluntad de mi Padre es que yo no pierda a ninguno de los que me ha dado, sino que los resucite a todos en el último día. Por tanto, la voluntad de mi Padre... es que todo aquel que ve al Hijo, y cree en Él, tenga vida eterna, y yo le resucitaré en el último día”. “Oh Padre -dirá en la Última Cena-, deseo ardientemente que aquellos que Tú me has dado estén conmigo allí donde yo estoy, para que contemplen mi gloria, que Tú me has dado, porque me amaste antes de la creación del mundo”.

La bienaventuranza eterna es comparada a un banquete que Dios prepara para todos los hombres, del que quedarán saciadas todas las ansias de felicidad que lleva en el corazón el ser humano. Del inmenso gozo de contemplar a Dios, ver y estar con Jesucristo glorificado, existe una bienaventuranza accidental, por la que gozaremos de los bienes creados que responden a nuestras aspiraciones. La compañía de las personas justas que más hemos querido en este mundo: familia, amigos; y también la gloria de nuestros cuerpos resucitados, numérica y específicamente idénticos al terreno: es preciso ‑indica San Pablo- que “este” ser corruptible se revista de incorruptibilidad, y que el mortal se revista de inmortalidad.

“Importa mucho -afirma el Catecismo Romano- estar persuadidos de que este mismo cuerpo, aunque se haya corrompido y reducido a polvo, sin embargo de eso ha de resucitar”. Y San Agustín afirma con toda claridad: “Resucitará esta carne, la misma que muere y es sepultada (...). La carne que ahora enferma y padece dolores, esa misma ha de resucitar”. Nuestra personalidad seguirá siendo la misma y tendremos el propio cuerpo, pero revestido de gloria y esplendor si hemos sido fieles. Tendrá las cualidades de los cuerpos gloriosos: agilidad y sutileza -es decir, no estar sometidos a las limitaciones del espacio y del tiempo-, la impasibilidad -no habrá ya muerte, ni llanto ni gemido, ni habrá más dolor; ni tendrán ya más hambre, ni más sed, enjugará Dios toda lágrima de sus ojos-, la claridad, la belleza.

“Creo en la resurrección de la carne”, confesamos en el Símbolo Apostólico. Nuestros cuerpos en el Cielo seguirán siendo cuerpos y ocuparán un lugar, como ahora el Cuerpo glorioso de Cristo y el de la Virgen. No sabemos cómo ni dónde está ni cómo se forma ese lugar. Muchos Padres y Doctores de la Iglesia, y también muchos santos, piensan que la renovación de todo lo creado se desprende de la misma revelación.

El recuerdo del Cielo, próxima ya la fiesta de la Ascensión del Señor, nos debe llevar a una lucha decidida y alegre por quitar los obstáculos que se interpongan entre nosotros y Cristo, nos impulsa a buscar los bienes que perduran y a no desear a toda costa los consuelos que acaban.

Pensar en el Cielo da una gran serenidad. Nada aquí es irreparable, nada es definitivo, todos los errores pueden ser reparados. El único fracaso definitivo sería no acertar con la puerta que lleva a la Vida. Allí nos espera también la Santísima Virgen.