Samuel Schkolnik fue un pintor de perplejidades de nuestra vida social, una suerte de antropólogo y nativo a la vez. Eso sí: sus maravillas no se remitían a la London Society of Sciences; su público éramos también nosotros, los tucumanos. Por añadidura la humanidad, pienso que pensaría.

En fin. Una de las escenas más entrañables de sus diarios es la descripción del ruido desconsiderado de los vecinos. En su “ficción” (no sabría cómo definir mejor su novela Salven nuestras almas) escribe: «Los parlantes de las ventanas baten ritmos caribes y cordobeses que se esparcen por el aire, penetran en las casas y hacen vibrar todo lo sólido: más de una vez, durante frustradas sesiones de trabajo, he sentido sacudirse mi escritorio, mi estilográfica, mi taza de café. (He advertido, sin embargo, que ese despliegue acústico se considera una gentileza dirigida a los vecinos, quienes la aceptan como tal para retribuirla más tarde por los mismos medios)». Ese enfado razonable con la bulla fue constante; el sonido es, en realidad, una metáfora de todo avance molesto sobre las ideas. Recuerdo que despotricaba contra los carteles que lo tuteaban, señalaba que eran una mala praxis de la comunicación verdadera..

El sonido vital de la ciudad no lo molestaba. Quisiera recordar y recomendar en todo caso la versión musical de Oliver Twist de Dickens y en particular  esa escena bellísima del despertar del huérfano en un Londres que, a su vez, despereza sus oficios:”¿Quién comprará mis dulces rosas rojas?”  canta la florista. Así ofrecen de a uno los vendedores sus frutillas, leche fresca, todo un despliegue de cantos de sirena de cada oficio. Oliver les contesta “ Espero que alguien pueda pagar esta hermosa mañana” (traducción libre perdón).

Schkolnik ni nadie se opondría, digamos, al silbido de la bicicleta de maní o al chiflido del afilador de Tucumán, como tampoco al heladero de las siestas con el “palito bombón helado…”. Pero el tema escaló demasiado. Los parlantes tipo lengua de suegra -«la más rica…»- equivalen al látigo moderno.

Lo de “látigo” tiene una justificación. Es que Lito no es un exabrupto excéntrico, sino una estación más en la vieja procesión de pensadores que han visto en el ruido una forma de violencia civil. Arthur Schopenhauer (Dánzig, 1788 - Fráncfort, 1860) figura entre los grandes inconformes del siglo XIX. Huraño, misántropo confeso, vivió largas décadas en un pequeño piso de Fráncfort, custodiado por su perro Atma y una rigurosa rutina de lectura, paseos y café. Ese retiro era, para él, la última trinchera del pensamiento: solo allí podía defenderse del «vulgo estrepitoso» que, a su juicio, reducía la vida pública a una feria de vacuidades.

La peor afrenta de la ciudad era, precisamente, el ruido. Escribió uno de los ensayos más mordaces sobre el asunto y lo llamó «la forma más impertinente de todas las interrupciones», porque no solo interrumpe nuestros pensamientos, sino que los dispersa. En la Fráncfort de Schopenhauer, el cochero anunciaba su derecho de paso chasqueando el aire: un estallido seco. La ciudad cambió de vehículo, no de gesto: hoy el conductor moderno aprieta la bocina y lanza el mismo golpe sonoro, inespecífico para mil personas cuando solo quiere decir algo al de enfrente. En un rapto de enojo, Schopenhauer escribió: «Si este mundo estuviera habitado por seres que realmente piensan, no se toleraría la ruidosa licencia que hoy se concede; la naturaleza nos habría dotado de orejas con tapas herméticas, como a los murciélagos, y yo a esos animales los envidio».

Pero Schkolnik no solo se parece a Schopenhauer, sino también a aquella alegre mañana de Oliver Twist. En un texto tan musical como la famosa adaptación de la obra de Dickens, llamada Ante Meridiano, Lito dice que hay que  «recuperar el sentimiento matinal de la existencia» … y «dejarse conducir al fin por el vaho de las panaderías -que es indicio cierto de felicidad- hasta alcanzar los mostradores en que se multiplican hogazas recientes como el día; recoger entonces con unción la más dorada, llevarla como título de gloria al tibio sol de la vereda, andar bajo los árboles traspasados de trinos y de luces, y celebrar mientras se anda la nunca demasiado tardía comunión con el alma de las cosas».

Schopenhauer encontró en su perro lo mejor de lo viviente. Vivió con él -con ellos porque al morirse los reemplazaba - desde 1837 hasta su muerte, en 1860, y hasta le legó dinero para su cuidado en el testamento. A todos los llamó Atma, el alma del mundo.

Salven nuestras almas, de Samuel Schkolnik, es un mensaje para tratar de no naufragar y a la vez un salvavidas.  Un grito contra la bulla.