Potencia sí, potencia no. El debate derivado de las expresiones del Presidente de la Nación se disparó en múltiples direcciones durante las últimas semanas, habilitando toda clase de cruces entre apologistas y detractores de aquella Argentina del Centenario. Todos hablan con datos en la mano, pero acomodándolos a su conveniencia. Y en ese tren de interpretaciones emerge una discusión de lo más interesante, planteada desde una pregunta: si el país era un emporio y todo funcionaba como un reloj, ¿cómo se explica la irrupción de Hipólito Yrigoyen y de Juan Domingo Perón en nuestra historia?
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A modo de ejemplo, ¿qué condiciones de posibilidad habría en Canadá, Suiza, Australia o Dinamarca -por citar algunas sociedades que se acercan, si es que no alcanzaron, el estado de bienestar- para la emergencia de movimientos de masas encabezados por líderes populares? ¿Quién imagina, hoy, un Yrigoyen noruego o un Perón neocelandés?
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A veces da la impresión de que Yrigoyen y Perón eran dos extraterrestres que cayeron por casualidad en la Argentina; un par de figuras surgidas de la nada para alzarse mágicamente con el poder y obrar en consecuencia. Como si esas condiciones de posibilidad que les permitieron hacer pie y conformar poderosas fuerzas políticas en verdad no hubieran existido. Y es justamente en esas condiciones -el contexto de la época- que todo se explica, todo se fundamenta, todo se comprende. Volviendo al planteo inicial: si el argentino era un pueblo feliz que nadaba en la abundancia, ¿qué necesidad tenía de votar por un cambio absoluto de su matriz política y, sobre todo, económica?
Crónicas del viejo Tucumán: cuando fuimos potencia* * *
Se sabe que la culpa la tuvieron Roque Sáenz Peña y la ley que lleva su nombre, sancionada en el verano de 1912 y celosa custodia del voto universal, secreto y obligatorio (universal a medias, porque las urnas estaban vedadas para las mujeres). Ese aporte de Sáenz Peña a la calidad institucional lo convierte en uno de los presidentes más valiosos -y menos reconocidos- de la historia argentina. Está claro que su nombre debería rankear mucho más alto. La cuestión es que las elecciones limpias de 1916 terminaron con más de medio siglo de régimen conservador, y los números resultaron elocuentes. Sin cometer fraude, sin la oposición excluida, el oficialismo quedó expuesto con apenas un 25% de los votos. La victoria del “Peludo” Yrigoyen fue contundente (47%) y entre los candidatos socialistas (Lisandro de la Torre por un lado, Juan B. Justo por el otro) sumaron un nada desdeñable 25%. En otras palabras: la amplia mayoría de la población (alrededor del 75%) les dio la espalda a quienes gobernaban una presunta potencia mundial y optaron por emprender un camino que, apelando a la terminología de hoy, podría rotularse como “populista”. ¿Cómo se explica?
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Numerosos historiadores lo explican: Argentina era un país próspero y con un PBI alto, pero el reparto de esa riqueza “per cápita” es una cuestión de cálculos y de planillas. En el mundo real no había reparto alguno, sino una apreciable concentración en pocas manos del modelo agroexportador, traducido -por ejemplo- en la construcción de una ciudad a imagen y semejanza de las metrópolis europeas (la espléndida Buenos Aires) en detrimento de un concepto prohibido: federalismo. Todo esto venía denunciándolo la Unión Cívica Radical desde su nacimiento a fines del siglo XIX. Leandro Alem y su heredero Yrigoyen les pusieron el cuerpo a esas luchas, mientras la UCR experimentaba una doble y curiosa situación. Cuanto más fraudulentas eran las prácticas que la perjudicaban electoralmente, mayor era la adhesión que concitaba en sectores medios y bajos de la sociedad. Fue así que la UCR supo hacerse eco de los padecimientos de las mayorías populares, que fueron las responsables de llevar a su líder al gobierno.
Milei, en España: “En 40 años, Argentina será la primera potencia mundial”* * *
“Informe sobre el estado de las clases obreras en el interior de la República Argentina”. Así se titula el informe que el médico español Juan Bialet Massé entregó al Poder Ejecutivo el 30 de abril de 1904. Se lo había encargado el ministro del Interior, Joaquín V. González, con la anuencia del presidente Julio Argentino Roca. Bialet Massé recorrió nueve provincias a lo largo de tres meses y puso por escrito lo que había visto: un interior surcado por brutales diferencias sociales, prácticas feudales, trabajadores en condiciones de semiesclavitud, analfabetismo, pésimas condiciones de vida. Bialet Massé urgía al Gobierno a regular el mundo del trabajo por medio de una legislación nueva y efectiva. Roca y su ministro lo sabían, ¿qué les impidió actuar? Mientras, en los centros urbanos nuevos actores modificaban por completo el paisaje cultural. Eran los millones de inmigrantes que no dejaban de bajar de los barcos, prestos a conformar un proletariado incómodo para las autoridades, al extremo de que se sancionó una Ley de Residencia, en realidad un instrumento al servicio de la deportación de “indeseables”. Esa era la cartografía de la Argentina del Centenario; un país joven, con un potencial enorme, pero a la vez sujeto a conflictos económicos y sociales que terminaron tumbando al régimen una vez que Sáenz Peña entendió la necesidad de descomprimir semejante olla a presión.
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Mañas del pasado
Derrocado Yrigoyen por el golpe de 1930 que le puso fin a 14 años de gobiernos radicales, la restauración conservadora apeló a las mañas del pasado. Volvió el “fraude patriótico”, mientras la muerte de Yrigoyen y años después la de Marcelo T. de Alvear dejaron a las distintas vertientes del radicalismo (“personalistas” y “antipersonalistas”) sin sus líderes naturales. Fue la “década infame” que se extendió hasta 1943, un período a cuyos defensores lo de “infame” les pone los pelos de punta, tal es el recuerdo dorado que atesoran del “granero del mundo”. Otro zarpazo militar terminó con esa etapa.
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Cuando Perón ganó las elecciones celebradas en el verano de 1946, Hitler y Mussolini estaban muertos y Europa iniciaba su reconstrucción, Plan Marshall mediante. El mundo se reconfiguraba y la Argentina también. La construcción de poder ensayada por Perón durante la dictadura previa, de la que había sido piedra angular, resultó formidable; básicamente por su llegada al corazón de la clase trabajadora, de la que se convirtió en estandarte. Fueron esas masas las que se visibilizaron el 17 de octubre de 1945. Lo llamativo de la elección es que Perón se impuso por apenas 8 puntos (53% a 45%) a José Tamborini, candidato de una Unión Democrática sostenida, básicamente, por el radicalismo. En otras palabras: el agregado de peronistas y radicales volvía a aquel 75% de 1916 -y algo más-; la misma suma de sectores medios y bajos que elegía para el país un camino distinto al de la “potencia”.
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Según Marx, los pueblos no se suicidan. Hay quienes sostienen lo contrario. Lo concreto es que algo pasaba en el país; algo que no encajaba en la certeza de la “Argentina potencia”. Ese algo se materializó, dos veces, con nombre y apellido. Yrigoyen y Perón. De nuevo: ¿por qué?