La entrada al estadio es un momento de ansiedad y alegría. Hay algunos corren, otros que llegan apurados, otros que gritan. Pero ellos no: los Carrizo van a paso ligero, juntos, en calma, porque para ellos no hay nada mejor que estar ahí, en familia.

Fernando va adelante, con la mirada fija en las vallas del Madre de Ciudades. En sus brazos lleva a Rafael, que con apenas diez meses ya tiene puesta su campera del "Santo" y, según su papá, se emociona apenas escucha el retumbar de los bombos. Al costado, camina Milena, de nueve años. Al lado de ella, Eugenia, la mamá. Todos con la camiseta de San Martín y una historia que los atraviesa. 

“Acá están mi heredera, mi heredero, mi ahijado también, y mi señora. Somos la familia Carrizo” dice Fernando, orgulloso.

No hace falta que diga nada más. En su voz se nota que lleva una vida al lado del club. Y también un deseo claro: que eso no termine con él.

La pasión empezó con Fernando, y desde entonces se transmite como una herencia natural. Milena es hincha desde antes de hablar. Rafael, desde antes de nacer. “Desde pequeños a la cancha”, cuenta él. “Si no, miralo a ‘Rafa’ que tiene diez meses y acá está”, agrega.

Ver a San Martín es un ritual. Y si el partido es de visitante, también hay liturgia: se mira desde el cuarto de los padres, siempre Milena y Fernando juntos, porque eso da suerte. Eugenia, en cambio, circula entre el comedor y la cocina. Hace milanesas, atiende pedidos de la sanguchería donde trabaja y escucha de fondo el relato del partido.

Pero si es domingo en casa y San Martín juega, todo se detiene. La ropa se deja preparada con anticipación: campera, camiseta, todo blanco y rojo. A veces, hay que ingeniárselas para que puedan ir todos. Esta vez, por ejemplo, Fernando consiguió dos entradas gracias al carnet de socio familiar, pero hizo lo imposible para que Milena también pueda estar. “Me las rebusqué como sea”, dice.

“Es lo más grande del mundo vivir esto con ellos. Con mi señora, mi hija, mi hijo. Lo mejor que te puede pasar en la vida” suelta, sin vueltas.

Eugenia también tiene su historia. Fue hincha desde chica, por su papá. Pero el fuego se reavivó con Fernando. Hace 11 años que están juntos y desde entonces también va a la cancha. “Si podemos, viajamos”, dice ella. Y él completa: “Siempre hacemos lo posible para estar”.

¿Y qué pasa cuando San Martín pierde? Se hace silencio. Se apaga la tele. Se evita hablar. A veces hay lágrimas. “Si pierde, yo lloro”, admite Milena, con voz bajita.

La casa se vuelve un reflejo del equipo. Si hay alegría, se nota. Si hay frustración, también. Porque lo que pasa con San Martín no se queda en la cancha. Entra a la casa, se mete en la cocina, en el cuarto, en la escuela, en el trabajo.

Fernando tiene recuerdos marcados en la piel: Rosario, la semifinal en Mendoza, los viajes por la Liga. “Para mí San Martín es un alivio. Es como mi psicólogo”, asume, a pesar de que, a veces, San Martín le duela.

Y eso no se discute. Se nota cuando habla, cuando carga a ‘Rafa’ en brazos, cuando abraza a Milena, cuando se toma una pausa para mirar al estadio desde afuera.

La familia Carrizo es una historia que se construye en cada viaje, en cada gol, en cada derrota también. Una familia que, desde un dormitorio con tele, o caminando entre las vallas de un estadio, confirma que la pasión, cuando es verdadera, se contagia. Se transmite. Se vive. Y no se olvida.