El silbato final sonó y la sorpresa invadió el Khalifa International Stadium: Japón le ganó 2 a 1 a Alemania en el Mundial de Fútbol de Qatar. El equipo asiático descolocó a un gigante del fútbol, y la algarabía nipona estalló.
Pero las imágenes posteriores que llegaron de esa parte del planeta rápidamente cambiaron de foco y se centraron en los hinchas. Con camisetas celestes y el sol naciente en sus vinchas, comenzaron a limpiar las tribunas del estadio. Para muchos, esto fue desconcertante, pero quienes siguieron los mundiales anteriores, como el de Rusia en 2018 y Brasil de 2014, ya presenciaron esta escena. Después de cada partido de su selección, los japoneses repiten el ritual: juntan los residuos propios y ajenos en bolsas azules para llevarlos a contenedores fuera de la tribuna.
Esta manifestación de respeto y civismo refleja una cultura basada en la responsabilidad colectiva. En ese país, existe un pacto tácito de pensar en el otro, que se construye desde los primeros años de vida y se expande a distintos ámbitos de su sociedad. Quien visitó Tokio o el interior japonés seguramente percibió distintas señales de ese compromiso, expresado desde las calles hasta las altas esferas corporativas.
Contrastes y armonía
En 2018, el Ministerio de Relaciones Exteriores de Japón becó a un grupo de periodistas latinoamericanos y descendientes de japoneses para que viajaran a la isla y conocieran aspectos de su cultura, política y formas de organización.
LA GACETA estuvo presente entre esos colegas, quienes visitaron la capital y otros estados afectados por el terremoto y posterior tsunami de 2011, como Iwate y Miyagi, al norte del país. Esa experiencia sirvió para conocer en primera persona algunos de los valores y secretos de la sociedad nipona que a lo largo de siglos se convirtió en referente del respeto y la convivencia.
Las calles de Tokio revelan una serie de contrastes que impactan desde el primer momento. Por la mañana, en cualquier día hábil, la modernidad de sus edificios -caracterizados por el metal y el vidrio que parecen tocar las nubes- es el escenario de miles de personas que caminan a diario para ir al trabajo o a la escuela.
Son transeúntes vestidos de forma clásica, con camisas blancas y tonos oscuros en sus pantalones o polleras. Los niños también parecen uniformados, pero a diferencia de los adultos, llevan en sus espaldas las famosas mochilas randoseru, fabricadas con cuero y un aspecto casi indestructible al paso del tiempo.
Por las avenidas circulan taxis que parecen resistir a la opulencia de la industria automotriz, con modelos de Toyota diseñados en los 90 y colores que escapan al tradicional amarillo: hay verdes, rosas, azules, rojos, toda una gama que adorna sus perfiles cuadrados y poco atractivos.
“Es que en Japón los cambios son lentos”, apunta un funcionario de la Cancillería en una charla organizada para los periodistas que estábamos de visita, y esto también se comprueba en los pasajes y calles aledañas.
Allí todavía se ven mujeres vestidas con yukatas (una versión más ligera del kimono) que pasean como extraídas de un Japón todavía feudal. Si el siglo XXI llegó por adelantado en las avenidas, estos pequeños rincones son un viaje a los años 60 o 70, con restaurantes tradicionales que tienen pocas mesas, cables colgados que atraviesan de poste a poste la calle y máquinas expendedoras de gaseosas o golosinas por doquier.
Pero ya sea en los lugares más modernos o clásicos, y a pesar de sus más de 37 millones de habitantes, en Tokio reina la limpieza. Es difícil -casi imposible- encontrar basura, papeles tirados o rasgos propios del otoño que por esos días acompañaba a la comitiva latinoamericana. Y no solo eso: en Tokio hay silencio. Sorprende que, por la cantidad de personas y vehículos, no haya un sonido ensordecedor, aún en lugares neurálgicos como Shibuya, uno de los cruces peatonales más concurridos del mundo donde cientos de personas cruzan desde varias direcciones al mismo tiempo cada vez que el semáforo se pone en verde.
Existe una especie de sincronía donde el espacio individual tiene un lugar casi sagrado. Al silencio se le suma un aire limpio y llaman la atención algunas cabinas colectivas donde los japoneses se juntan a fumar. No se trata de una elección, sino de una norma. En distintos lugares de Japón está prohibido fumar no solo en los espacios cerrados, sino también en la calle. Por eso existen lugares especiales para ello y así evitar multas que pueden llegar a los 2.000 yenes (un poco más de $18.000 argentinos).
El compromiso con la limpieza y la escasa contaminación en su territorio no es fruto de leyes restrictivas. Se trata más bien de una práctica aprendida desde temprano en los hogares, con un importante componente de compromiso y responsabilidad. Así como los fanáticos de la selección, cada japonés asume que la basura es un tema comunitario y, por ello, carga con sus propios residuos. Como consecuencia, en las veredas de Tokio no existen tachos de basura. Quien quiera arrojar el papel de un caramelo deberá esperar a llegar a su hogar, evitando así la aglomeración pública de todo aquello considerado descartable. Es decir, la basura es un acto del ámbito privado con impacto público. Se evitan así los malos olores en las calles, los contenedores y los camiones recolectores en el centro de la ciudad.
Valores y disciplina
“La cultura de la limpieza en Japón tiene raíces profundas en su historia, en su religión y en su organización social. No es simplemente una costumbre, sino un valor central en la vida cotidiana que evolucionó durante siglos y que hoy posiciona al país en este aspecto como un referente internacional”.
Así lo define Ricardo Hara, director asociado de TAHO Japan y consultor de negocios. El especialista en servicios de transformación para empresas estudió y comprendió cómo la cultura oriental impacta en pequeños detalles como la limpieza, pero también cómo esos valores se aplican en ámbitos organizacionales. La cultura de la limpieza está tan arraigada que se observa en diversos aspectos de la vida, desde el cuidado del espacio público hasta la reconocida puntualidad y pulcritud de su sistema ferroviario, como el Shinkansen, cuyo “milagro de los siete minutos” para la limpieza de vagones fue estudiado incluso por Harvard, agrega Hara.
La influencia religiosa, según el consultor, es un factor determinante para entender el valor local por el respeto. Tanto el sintoísmo, religión nativa, como el budismo, introducido desde China e India, enfatizan la importancia de la pureza. El sintoísmo valora la “pureza espiritual y física”, donde la limpieza es una forma de purificación, lo que se manifiesta en rituales como lavarse las manos y enjuagarse la boca antes de ingresar a santuarios. Por su parte, el budismo refuerza la noción de que “la limpieza del entorno refleja la limpieza del alma”, con los monjes budistas limpiando templos a diario como una práctica espiritual.
La puntualidad
Desde la infancia, los niños japoneses son inculcados en los conceptos de puntualidad y limpieza a través de rutinas prácticas, mucho antes de la escolaridad, aproximadamente a los tres o cuatro años.
Hara enfatiza que la limpieza no es solo higiene, sino una “poderosa herramienta educativa y formadora de valores”. Mediante estas prácticas diarias, los niños interiorizan la responsabilidad, entendiendo que mantener limpio el entorno es tarea de todos. Además, se fomenta la disciplina, el respeto por los demás y el entorno, la humildad -donde nadie está por encima de limpiar-, el trabajo en equipo sin competir, la gratitud por los espacios y la autonomía, al aprender a ser autosuficientes y no depender de los adultos para mantener sus propios espacios.
Estos valores arraigados tienen un impacto significativo en la vida profesional y empresarial en Japón. La limpieza se asocia con el orden mental y la eficiencia operativa, lo que se traduce en “espacios laborales limpios que permiten un trabajo más fluido, con menos errores y mayor productividad”, describe. Un ejemplo claro de esto es la aplicación del “Método de las 5-S” (Seiri, Seiton, Seis, Seiketsu, Shitsuke), que promueve clasificar, ordenar, limpiar, estandarizar y mantener la disciplina en el entorno de trabajo, mejorando el clima laboral y reduciendo desperdicios. Además, en las oficinas japonesas, cada empleado es responsable de limpiar su propio escritorio, fomentando la responsabilidad individual y el respeto mutuo, y la limpieza es parte integral del concepto de “kaizen” o mejora continua, buscando la armonía y la eficiencia.
Replicar esta cultura de la limpieza en países latinoamericanos es posible pero, según Hara, requiere más que solo reglas; implica “transformar actitudes, hábitos y valores comunitarios”. Una clave fundamental es comenzar desde la escuela, incorporando la limpieza como una actividad diaria y formativa, promoviendo la participación de docentes y alumnos para generar un sentido de igualdad.
Es esencial educar en valores, viendo la limpieza como un acto de respeto y solidaridad, y asociando el orden con la autoestima y la salud mental. También es crucial que los líderes den el ejemplo, participando activamente en el orden y la limpieza para romper la idea de que “limpiar es para otros”, e implementar métodos como el de las “5S” de forma progresiva y consensuada, adaptándose a las particularidades de las sociedades latinoamericanas.