El periodismo es un oficio paradójico, poblado de ambivalencias. Ofrece momentos reconfortantes mezclados con angustias profundas. Dos de las conversaciones que más me impactaron, de muchas que tuve con colegas, giraron en torno a Hiroshima. El recuerdo nítido en la memoria tiene que ver con el tema y con la calidad de los interlocutores.
Tomás Eloy Martínez me contó, en una tarde tucumana de los 90, que uno de los momentos más placenteros de su vida lo vivió en un tren que lo llevaba de Osaka a Hiroshima. Mientras amanecía descubrió una salpicadura de islas que emergían del mar bajo una luz irrepetible, dentro de un paisaje que no parecía terrestre, y sintió una extraña paz. Se dirigía, sin embargo, a un destino en el que registraría decenas de testimonios de sobrevivientes de ese 6 de agosto de 1945, en el que 300.000 grados de calor desataron un infierno que consumió las vidas de 100.000 personas en un instante.
En agosto de 1945, Tomás Eloy tenía once años. Hacía poco había escrito su primer cuento para esquivar el encierro en su cuarto, impuesto por su padre, a raíz de una travesura. Poco después, publicaría en LA GACETA Literaria el primero de una serie de relatos. Hablaba sobre la muerte, el tema que recorrería su obra.
Cuando se cumplían veinte años del estallido de la bomba, llegó a Hiroshima y conoció historias como la de Sadako Sasaki, una chica que nació el 6 de agosto de 1945, minutos después de la explosión, “cuando su madre, cegada, llagada y sin fuerzas, no esperaba sino que ella naciera para morirse”.
O la de Kenshi Hirata, quien estaba de visita en Hiroshima cuando desapareció buena parte de la ciudad. En medio de las ruinas pudo encontrar el cadáver de su esposa, quien había salido a hacer compras. Volvió a su ciudad, Nagasaki, tres días más tarde, horas después de la caída de la segunda bomba, para descubrir que ya no existía su casa ni lugar alguno para enterrar a su esposa. Subsistían algunos relojes, detenidos definitivamente a las once y nueve. “Todos los sobrevivientes de la bomba -escribe Tomás Eloy- saben que alguna oscura partícula de su condición humana les fue arrebatada aquel día de verano”.
En 1965, Tomás Eloy tenía 29 años cuando escribía esas crónicas en Japón, que se publicarían en Primera Plana y L’Express, integrando luego Lugar común la muerte, uno de los muestrarios del mejor y más innovador periodismo narrativo de habla hispana.
En 2017, tuve una larga charla sobre Hiroshima con Héctor D'Amico, ex secretario general de Redacción de La Nación y Noticias, uno de los grandes periodistas de nuestro país. Me contó detalles de la entrevista que le hizo a Paul Tibbets, el piloto del avión que arrojó la primera bomba atómica. “Nunca perdí una noche de sueño por Hiroshima”, le dijo, después de apelar al argumento de que, de haber continuado la guerra, hubiera muerto un número mucho más alto de norteamericanos y japoneses que los que efectivamente murieron en Hiroshima y Nagasaki.
A través de Tibbets, D'Amico pudo entrar al hangar donde estaba, desarmado, el Enola Gay, el avión desde el que se lanzó la bomba. En una esquina del hangar descubrió una carcasa de una bomba que le llamó la atención por su parecido con Fat boy, la bomba de Nagasaki. Allí le explicaron que era la carcasa de Rufus, la “tercera bomba” reservada para ser tirada nuevamente en Japón -tal vez en Tokio- si los japoneses no se rendían, o eventualmente en Rusia. Todo indica que los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki constituían un mensaje para los japoneses y también para los rusos, en los albores de la Guerra Fría.
Las imágenes de esas ciudades y vidas devastadas constituyen una vigente advertencia para la humanidad. Nos recuerdan la proximidad del horror y la importancia de preservar el delicado equilibrio sobre el que se apoya la paz.
© LA GACETA
Los sobrevivientes de la bomba*
Por Tomás Eloy Martínez
Bajo el cenotafio del Parque de la Paz, en el vientre de un arco de cemento donde todas las mañanas aparecen flores nuevas, todavía siguen fundiéndose con la tierra los andrajos y la sangre de doscientos mil hombres; allí, junto a las cartas que dejaron a medio escribir en los hospitales de emergencia, se vuelven amarillas las sembatsuru, las filosas cigüeñas de papel que les llevaban sus amigos para desearles salud y buena suerte; allí también, en Hiroshima, dentro de un bloque de piedra, se agolpan los nombres de los que cayeron repentinamente muertos un día de verano, hace veinte años, convertidos en agua, en quemadura, en fogonazo: los nombres que ahora se consumen entre cenizas y magnolias.
*Fragmento.