Hay actitudes que se amonestan de modo sutil porque son vistas como petulantes (palabra, por cierto, odiosa). Si alguien, por ejemplo yo, está en un bar de Barrio Norte y pide al mozo una lapicera para escribir alguna idea en una servilleta, ése es el momento en que uno se siente mirado y casi que puede escuchar el pensamiento que acompaña esas miradas:

—¡Sonamos con Borges!

No se trata de criticar el pedido de una birome —gran invento argentino— sino de desactivar la pose que asoma: el instante en que este parroquiano se cree a la altura del autor de Las ruinas circulares y pretende, a través suyo, codearse con Flaubert, Shakespeare y el mismísimo Cervantes. Borges, estereotipo ilustre de escritor argentino, en cierto sentido es la birome de nuestra literatura. Machacó tanto el argentino universal con que “hay que ser un buen lector antes que un buen escritor”, que se volvió cómplice involuntario de la razón del “¡sonamos con Borges!” hacia quien ose pedir una lapicera para garabatear una servilleta.

Este ejercicio de escritura espontánea es hoy es una rareza, ¿Pero no debiera ser prioridad en la enseñanza? No hay mejor constatación de elaboración personal que una servilleta con ideas y dibujos. La servilleta es una urgencia de escribir: la necesidad de atrapar algo en ese papel cada vez más transparente. En estos días el énfasis mayúsculo (ÉNFASIS) en la lectura muestra que es la especie a salvar, el capibara de los ecologistas culturales. Totalmente de acuerdo; pero que no se deje atrás la escritura espontánea, la de quien busca narrar o narrarse algo. Se dirá que no cualquiera puede hacerlo bien, que es un arte para la madurez de ciertas élites. Nada que ver.

El documental Terramatta (2012) narra la vida de Vincenzo Rabito, campesino siciliano nacido en 1899, casi analfabeto, que en su vejez se encerró con una Olivetti y se puso a escribir su vida entera: la Primera Guerra, el hambre, la emigración, los trabajos forzados, el regreso a una Italia que apenas lo reconocía. Terra Matta (es el nombre de su libraco, “tierra loca” o algo así, pero también suena a “tierra amada”) es su servilleta infinita: una escritura salvaje que le permitió sobrevivir dos veces, contra el olvido y contra la culpa. Murió en 1981 y el texto era ilegible al principio. Luego, tan luego como 30 después, se convirtió en el más premiado y precioso reporte cultural de Sicilia donde se ve como en ninguna parte una vida que busca escribirse.

Su italiano inventado es una mezcla de dialecto, fonética y pura obstinación. No busca (ni puede buscar) la pulcritud borgeana: busca salvar la memoria y, de paso, juzgarse a sí mismo. No hay pretensión de estilo. Un ejemplo: «Y; entonces; el; narradore; dijo; que; la; malatía; de; perle; de; la; ciudad; no; era; otra; cosa; que; la; memoria; y; que; al; final; todo; todo; volvería; allavorar».

Otro párrafo, esta vez sobre la guerra (es imposible traducirlo, no está ni siquiera exactamente en italiano): «Quando; mi; portarono; alla; guerra; io; disse; che; non; volevo; morire; per; nessun; re; ma; mi; risposero; che; la; patria; è; la; patria; e; che; un; uomo; deve; combattere; e; io; combattei; con; paura; grande; e; vidi; tanti; compagni; cadere; e; io; pensavo; sempre; a; mia; madre; e; alla; terra; che; mi; mancava; sotto; i; piedi.»

La explicación probable de su sintaxis desbocada y de sus híbridos de dialecto es sencilla: era un gran hablador. Su puntuación invita a la pausa, detiene para escucharse, para que lo escuchemos. Casi cada palabra va precedida por un punto y coma. Tiene algo de leyenda, de confesión y de inventario: se detiene en todo, nombra ingredientes, nombra a cada compañero caído en la guerra.

Siempre sorprenden las mil fantasías que despierta un escritor de servilleta en los demás. Mientras yo terminaba estas reflexiones sobre estos “pañuelos de mesa”, me levanté al baño y, al volver noté que el mozo le había pasado la rejilla y las servilletas no estaban.

Lo llamé y le expliqué que eran notas importantes. Se disculpó sin mucha convicción y, con una sonrisa contenida, fue a contarlo en la barra. Allí, entre las risas, los escuché clarito:

—¡Sonamos con Corach!