En Famaillá, los días de Cristian “Zorrito” Coria todavía empiezan muy temprano. Tiene la misma costumbre de antes: organizar todo, poner el cuerpo y no quedarse quieto. Cambiaron los escenarios, nunca la manera. Lo que antes era gimnasio, ahora es trabajo; y lo que antes eran guantes, hoy por hoy es otra forma de disciplina. “Me presentaría como un ex boxeador”, admite, sereno, a fuerza de rounds vividos. Aunque su retiro oficial fue en 2022, el año pasado aceptó una última pelea en Canadá. “Ya no pasaba por el dinero, sino por volver a sentir esa sensación de la preparación; el gimnasio, la pelea... lo que uno construyó durante tantos años”, confiesa.
Cristian nació en Loreto, Santiago del Estero, y su primera pelea fue contra la vida misma. Su mamá lo tuvo sola, y desde muy chico lo criaron sus abuelos paternos en Córdoba capital. Él todavía los nombra con una mezcla de gratitud y de nostalgia. Su madre se quedó en Tucumán y él creció lejos, con su rutina en la escuela y las tardes de barrio. No conocía a su padre, ni siquiera había escuchado conversaciones sobre él. “Con mi papá recién hablé cuando cumplí 40 años”, recuerda. Ese encuentro, tan postergado, fue más simbólico que biográfico. Fue una manera de cerrar lo que había quedado abierto durante décadas. “Pude cerrar una herida que tenía”, dice con calma.
En el año 2000 se mudó a Tucumán para vivir con su madre en Famaillá. Desde entonces, esa ciudad se convirtió en su hogar. Ahí empezó a trabajar y a pelear por sus sueños, literalmente. Antes de ser boxeador, Cristian fue trabajador golondrina, remisero, albañil y embalador. Pasó por fábricas citrícolas, por la cosecha de limón en Tucumán y de manzanas y peras en Río Negro. “Salía del trabajo a las seis y a las siete ya estaba entrenándome. Fue duro, fue sacrificio”, asegura.
Debutó como profesional en 2005, a los 24 años, y desde entonces recorrió el país con su estilo aguerrido. Pero el gran salto llegaría después, cuando la vida lo llevaría al otro lado del continente.
El sueño americano
El salto a Estados Unidos fue un impulso más que una decisión. Un amigo de Santiago del Estero le dijo que se iba a entrenar a Los Ángeles y lo invitó. “Vendí mi auto, compré los pasajes y me fui”, relata, como si fuera lo más natural del mundo. Lo que parecía una locura terminó siendo un punto de inflexión de su vida.
Llegó con una valija, un par de guantes y una visa que había sacado tiempo atrás “por si alguna vez se daba”. Se instaló en un gimnasio en el que dormía junto a otros boxeadores. “Nos daban la comida y entrenábamos todo el día. Al principio fue durísimo, todo distinto”, cuenta. Pasaron cinco o seis meses hasta que consiguió su primera pelea. Esa espera lo templó. “Fue una experiencia increíble. Aprendí muchísimo. Vi cómo trabajan ellos con los deportistas, el apoyo que tienen desde chicos. Eso marca la diferencia”, reflexiona.
En ese mundo nuevo empezó a ver el boxeo de otra manera. Aprendió inglés sobre la marcha (“las primeras semanas fueron difíciles, pero después uno se suelta”, aclara) y descubrió que el deporte también podía ser una escuela de vida. “Siempre me gustó el inglés, y allá lo necesitás todo el tiempo. Aprendés escuchando, hablando y equivocándote”, comenta.
Un día, casi sin darse cuenta, estaba entrenando con su ídolo. “Tuve la suerte de entrenarme con Manny Pacquiao. Era mi ídolo desde 2003. Un amigo argentino me presentó al equipo de seguridad de él y me dejaron entrar al campamento. Fue una locura”, recuerda, y sonríe con incredulidad. “Él era mi referente, y de repente estaba ahí, compartiendo su espacio, viendo cómo entrenaba. Me sentí un privilegiado”, añade.
Ese año en Los Ángeles también le dejó postales improbables. Una noche fue a cenar con Andrés Calamaro, que estaba grabando un disco cerca del gimnasio. “Fuimos a ver boxeo, después a comer. Era todo muy loco, nada planeado”, rememora. Y en otra ocasión conoció al plantel de River, que estaba en Beverly Hills haciendo la pretemporada. El punto de conexión fue casi mágico porque vino de la mano de Exequiel Palacios, también de Famaillá. “Por medio de una familiar de él pude contactarme, y así conocí a todos”, explica. Lo presentaron a Marcelo Gallardo, charlaron, se sacaron fotos. “Me saqué fotos con todos… y eso que soy de Boca”, ríe. “‘Muñeco’ es un caballero, muy correcto. Me sorprendió su forma de tratar a todos.”
En 2020, cuando el mundo se detuvo por la pandemia, a él le tocó cumplir su sueño más grande: pelear por un título mundial. “Fue en República Dominicana. Fui el único argentino que peleó por un título ese año. Fue el sueño de mi vida”, afirma. Fue el cierre de todo lo que le costó llegar hasta ahí.
La otra esquina
El final del boxeo no le llegó de golpe. Fue un proceso postergado que se convirtió en una transición silenciosa. “Me costó dejar el boxeo, por eso acepté esa pelea en Canadá”, admite. Tenía 41 años, poco tiempo para prepararse y muchas ganas de sentir otra vez esa adrenalina que no se parece a nada. “Pero ya está, hoy disfruto con mi familia, con mis hijos”, dice. Tiene tres: el mayor tiene 21, Tiago 17 y Sofía, la más chica. “Antes me iba dos meses a entrenarme a Córdoba o a Mendoza. Hoy trato de estar más presente. Es importante acompañarlos”, confía.
Su rutina ya no tiene ring ni cuerdas. En 2019 abrió un negocio propio, pequeño al principio, que con el tiempo fue creciendo. “Ahora vendo por mayor, y me gusta. Me da libertad, pero también requiere estar encima”, detalla. Le dedica la misma constancia con la que antes entrenaba: método, responsabilidad y paciencia.
No se alejó del todo del boxeo. “Tengo amigos que tienen gimnasios y los ayudo. Me gusta apoyar, transmitir lo que uno ya vivió”, señala. A veces se da una vuelta, conversa con los chicos que recién empiezan, les cuenta anécdotas de Los Ángeles, de Pacquiao, de sus primeros guantes. Lo hace sin darse importancia; fue parte de su vida.
De cada caída sacó una idea, una certeza: “Yo no me considero talentoso. Lo mío fue disciplina, esfuerzo, hacer las cosas bien. Cuando uno se dedica al 100%, los resultados llegan". Esa frase parece resumir toda su filosofía: la de un hombre que confía en los procesos largos. “Para mí el éxito es lograr lo que uno desea, cumplir las metas que se propone. Eso es lo que vale”, reflexiona. Lo aprendió arriba y abajo del ring, en Estados Unidos, en Famaillá y en cada trabajo que lo obligó a empezar de nuevo.
Hoy, a los 42, Coria se define como un hombre en equilibrio. Vive tranquilo, sin el vértigo del deporte ni la presión de los reflectores. A veces recuerda una pelea, un viaje, una anécdota, pero sin nostalgia. Lo suyo fue un paso hacia otro tipo de pelea, no una despedida. Y esa pelea, la de vivir con propósito, también la va ganando.