Un futbolista convulsionando en el piso, una ambulancia que parece no llegar más y un padre que pasa de espectador a médico de urgencia. La escena, ocurrida en Burruyacu durante el partido entre Unión del Norte y Tucumán Central parece más un relato tragicómico. Sin embargo en Tucumán, lamentablemente, no es una excepción sino una postal cada vez más frecuente en el fútbol nuestro de cada fin de semana.

Gabriel Ríos cayó inconsciente tras un golpe en la cabeza y su vida dependió de una cadena de casualidades. Que su padre, cirujano plástico, estuviera en la tribuna; que improvisara una asistencia médica con lo que hubiera a mano y que la ambulancia llegara (tarde, pero llegara al fin) para trasladarlo hacia la capital. Hoy el jugador se recupera en su casa, pero la imagen de su cuerpo inmóvil sigue siendo una advertencia que muchos parecen preferir ignorar.

Apenas una semana después de ese episodio, en Banda del Río Salí el arquero de Atlético Concepción, Alexander Bayk, se desplomó en pleno partido contra Amalia. Nadie sabía qué hacer. Pasaron más de 10 minutos hasta que un auto particular ingresó al campo para llevarlo a un sanatorio cercano. Y un par de días más tarde, en Santa Ana, Leandro Garnica, defensor de Juventud Unida de Tafí Viejo, se desmayó y debió ser trasladado en un patrullero hasta el hospital zonal.

Tres casos

Fueron tres casos en nueve días, tres jugadores que pudieron haber muerto, tres alarmas que muchos decidieron posponer. Pero lo concreto es la ausencia total de protocolos médicos.

En los partidos de la Liga Tucumana no hay médicos obligatorios, tampoco hay ambulancias garantizadas. Y a pesar de la Ley Benicio, sancionada en 2020, que exige que todos los clubes y complejos deportivos deban contar con desfibriladores y con personal capacitado para poder operarlos, excepto San Martín y Atlético el resto no los tiene. La ley existe, pero no se cumple.

En la Liga Tucumana, la salud de los futbolistas depende más de la suerte que de la organización. Los dirigentes aseguran que contratar una ambulancia cuesta unos $500.000 por partido, sin contar los honorarios del médico que debe estar en el estadio. Es un gasto que la mayoría de los clubes no puede (o no quiere) afrontar. Pero el problema no se agota ahí; tampoco hay controles, ni sanciones y mucho menos reglamentos actualizados.

El susto que paralizó al fútbol tucumano: convulsiones y partido suspendido en Burruyacú

El resultado es un sistema en el que todos se deslindan responsabilidades. Los clubes alegan falta de recursos, la Liga dice que no puede fiscalizar, la Secretaría de Deportes mira para otro lado y el Ministerio de Salud actúa cuando el hecho ya ocurrió. Mientras tanto, los jugadores siguen corriendo en canchas en las que el juego puede costarles la vida.

Hay dirigentes que sostienen que el seguro que se paga por cada jugador cubre alguna lesión menor, por lo que los problemas aparecen cuando ocurre algo grave.

Paradójicamente, hay ejemplos que tiran por la borda el argumento económico. En el torneo amateur de Las Cañas, los partidos no comienzan si no hay una ambulancia y un médico presentes en el predio. Además, cuando la ambulancia dejar el lugar para trasladar a un lesionado, el juego se detiene hasta su regreso. Y los equipos lo aceptan porque entienden que la salud está por encima de cualquier resultado.

Falta voluntad

En Las Cañas no hay subsidios estatales, ni sponsors grandes, ni dirigentes con cargos políticos. Es cierto que cada uno de los equipos pagan un mensual que sirve de soporte; pero también queda a la vista que hay organización, previsión y respeto por quienes juegan. Es un torneo con reglas claras en la que los protagonistas del fútbol no quedan librados a su suerte. Y eso alcanza para evidenciar lo que falta en el fútbol formal de nuestra tierra: voluntad de cuidar a los protagonistas.

Lo que sucede en la Liga Tucumana no es solamente un problema deportivo; sino también un reflejo de una cultura más amplia. En este torneo, el “arreglate como puedas” gana por goleada. En muchos clubes, el esfuerzo de los jugadores contrasta con la precariedad institucional, porque los sueños quedan a la deriva cuando sucede algo que no está en los planes de nadie.

Así el fútbol, que debería ser un espacio de encuentro y comunidad, se convierte en un escenario de riesgo. No por el rival, sino por la falta de un sistema que los proteja.

La pregunta ya no es qué podría pasar, sino cuándo volverá a pasar. Y si la próxima vez habrá otro médico en la tribuna o simplemente una víctima más; porque la solución no requiere milagros, sino decisiones. Como por ejemplo que la Liga Tucumana exija y fiscalice la presencia médica, que haga cumplir la Ley Benicio y que cada cancha tenga su desfibrilador, y que los clubes y las autoridades entiendan que la vida de un jugador vale más que cualquier resultado.

Lo que sucede en los estadios de la Liga no puede ocurrir más; porque ninguna gambeta, ningún ascenso ni ninguna copa puede justificar el riesgo de que un jugador muera en una cancha en la que la pelota sigue rodando aunque el sistema haya dejado de hacerlo hace mucho tiempo.