El rugby tucumano forjó su fama de duro mucho antes de la profesionalización. En los años 80, cuando el juego amateur se mezclaba con una intensidad casi tribal, los partidos en la provincia eran sinónimo de choque, orgullo y sangre caliente. Pero en 1988, esa identidad cruzó una línea.

Un año después de ganar la primera Copa del Mundo, los New Zealand Maories visitaron Tucumán para enfrentar al seleccionado local. Lo que debía ser un amistoso histórico terminó en una batalla campal que aún hoy, casi cuatro décadas después, sigue siendo recordada como una de las jornadas más violentas que haya vivido el rugby argentino.

“Ellos (Tucumán) son famosos por su lucha. Empezaron a patear y los quince entraron corriendo a iniciar una pelea”, relató Frano Botica, integrante de aquel equipo maorí que compartía vestuario con leyendas como Buck Shelford, Zinzan Brooke y Steve McDowell. “Hubo una pelea durante todo el partido; fue ridículo”, recordó el ex apertura en una reciente entrevista en el podcast "The DOM HARVEY". 

La tensión fue subiendo jugada tras jugada. Cada tackle parecía una declaración de guerra y cada scrum, un campo minado. El árbitro intentó junto a los jugadores tucumanos convencer a los Maories de que no abandonaran la cancha, después de que estos se retiraran enfurecidos por la expulsión del pilar McDowell. El encuentro quedó inconcluso, y fue entonces —ya con los visitantes rumbo al vestuario— cuando parte del público comenzó a arrojar objetos al campo, desatando una escena de descontrol. 

Botica recuerda ese momento con una mezcla de temor y desconcierto. “Tuvimos que caminar por un pasillo lleno de lugareños furiosos que nos golpeaban con paraguas y todo tipo de cosas”, contó. Atrapados entre las rejas del túnel, los neozelandeses sintieron por primera vez el miedo real. “Estábamos buscando cosas, como armas… les quitábamos los tenedores de las barbacoas o trozos de madera, solo para tener algo. Pensábamos que íbamos a morir, que íbamos a morir de verdad”.

La Unión Argentina de Rugby (UAR) reaccionó con firmeza, suspendiendo al seleccionado tucumano por un año. El castigo rigió desde diciembre de 1988 hasta diciembre de 1989. En 1990 Tucumán volvió a ser sede de la final del Campeonato Argentino, que se jugó en la cancha de Atlético, y la selección de Inglaterra visitó la provincia. 

Con el paso del tiempo, el episodio se transformó en mito: la noche en que los Maories, conocieron el verdadero significado del “rugby tucumano”. Para algunos, fue una mancha; para otros, una postal de una época en la que el coraje se confundía con la violencia.

Hoy, cuando Tucumán sigue siendo una de las cunas más fértiles del rugby argentino, aquella historia se cuenta entre la leyenda y la advertencia. Una noche en la que el orgullo pudo más que la razón, y el rugby, por un instante, se pareció a una guerra.