El cumpleaños número 26 de Brisa y Aylen Alderetes amaneció bajo un cielo incierto. Las nubes, densas y grises, parecían dudar si permitir la fiesta o arruinarla. La invitación decía “8.30, salida del Rosedal”, y hasta allí fueron llegando los que querían a las gemelas: con camperas impermeables, gorras y sonrisas cómplices. No había salón, ni DJ, ni copas. Había dos gazebos, tres tablones, una flor de globos que señalizaba el punto de partida, una mesa dulce con torta y alfajores de maicena, y otra con termos y mates. La música salía de un pequeño parlante que resistía como podía bajo la lluvia.
En ese pequeño rincón del parque 9 de Julio, el cumpleaños se parecía más a una aventura que a un festejo. Casi no se veía gente correr: el temporal de la madrugada había vaciado los senderos y dejado el aire quieto. “Esperemos hasta las nueve”, propuso uno. “Pospongámoslo hasta que pare del todo”, sugirió otro. “Mejor corramos dentro del Rosedal”, indicó un tercero. Y no faltó quien, con la lógica más humana del mundo, insinuó refugiarse en un bar cercano.
Pero Brisa y Aylen no parecían indecisas. Habían entrenado en demasiadas condiciones como para rendirse por un chaparrón. “Un corredor tiene que adaptarse al tiempo”, dijo una de ellas. Fue la frase que definió el día. Un mantra que resume su forma de ver el mundo: con constancia, alegría y una obstinación que las llevó a convertir el running en una parte inseparable de sus vidas.
Su historia no empezó ahí, sino dos años atrás, cuando participaron por primera vez en los 10K de la primera edición de la carrera de LA GACETA. Hasta entonces, correr era una curiosidad, un pasatiempo que compartían entre el trabajo, el estudio y el crossfit. Pero aquella experiencia cambió todo. “Fue como un clic -recuerda Aylen-. Dijimos: esto es lo que nos gusta, esto nos mueve”. Desde entonces, los entrenamientos se volvieron rutina; las zapatillas, una extensión del cuerpo; y el sueño de mejorar, un horizonte común.
Después llegó la edición de 2024, la carrera que marcaría un antes y un después: sus primeros 21 kilómetros. “Nosotras sólo habíamos hecho diez -cuenta Brisa-, pero decidimos probar. Queríamos ver hasta dónde podíamos llegar”. Lo lograron. Ese día descubrieron que correr no era sólo una meta: era una manera de estar vivas. En la última edición, sin embargo, sólo Brisa pudo participar. Aylen arrastraba una lesión que la dejó fuera de la competencia.
Por eso el festejo tenía sentido. No era una rareza: era una forma de agradecer. “Nunca fuimos de hacer fiestas convencionales -admite Brisa-. Si correr es lo que más amamos, ¿por qué no hacerlo el día que más importa?”. Así nació la idea de celebrar corriendo, con dos circuitos: uno de cinco kilómetros y otro de tres. Los más experimentados harían el largo; los que recién empezaban, el corto. Aylen guiaría uno, Brisa el otro. Nadie quedaba afuera.
A pesar del mal tiempo, llegaron todos. Familiares desde Buenos Aires, amigos del grupo de entrenamiento y la abuela, que viajó desde El Puestito, en Burruyacu. “No me lo iba a perder”, decía la abuela, aunque no podía correr: un golpe en la rodilla la mantenía al margen. La lluvia aflojó poco antes de las nueve. Las hojas del Rosedal aún goteaban, pero el aire era liviano, lleno de ese olor a tierra húmeda que anuncia los comienzos.
El momento de la largada no fue épico ni ruidoso. No hubo cuenta regresiva ni cronómetro. Sólo una mirada entre las hermanas, un gesto breve y la frase que todos esperaban. “Largamos igual”, dijo una de las gemelas.
Luego de un breve precalentamiento en ronda, Brisa tomó la delantera del grupo de cinco kilómetros; Aylen lideró el de tres. Las primeras zancadas fueron cautelosas, sobre el asfalto mojado. El agua ya no caía, pero el suelo seguía brillante. Algunos trotaban, otros caminaban. Lo importante era moverse, compartir, reírse.
Brisa avanzaba con pasos firmes. Desde que se enamoró del trail running, su manera de correr cambió. En las montañas aprendió a leer el terreno, a aceptar el esfuerzo y a confiar en el cuerpo. Este año ganó la carrera Extremo Tafí del Valle, en los 10K, y desde entonces se propuso tomarse el deporte con más seriedad. “Soy nuevita en esto, pero quiero hacerlo bien”, dice con humildad. Aylen, en cambio, ama la calle: los ritmos medidos, los relojes que marcan segundos exactos, la emoción de ver cómo el asfalto se convierte en desafío. Su objetivo es volver a Buenos Aires y mejorar su tiempo en la media maratón.
La carrera de cumpleaños duró poco más de media hora. Cuando las primeras figuras volvieron a aparecer, empapadas y sonrientes, el parque parecía otro: luminoso, perfumado, vivo. Aylen llegó con el primer grupo; Brisa entró unos minutos después.
Después vino el ritual: la torta, las charlas, las fotos. El resto de la mañana fue puro disfrute. Se sirvieron frutas, alfajores, mates y café. Y todos se quedaron conversando bajo los gazebos, mirando cómo el parque se llenaba de vida. El Rosedal, con sus rosas abiertas y sus caminos húmedos, parecía agradecer también.
Brisa y Aylen hablaban con la calma de quien sabe que el esfuerzo da sentido a los días. No es fácil sostener esa pasión. Las dos trabajan en horario corrido: Brisa en el Sanatorio Sarmiento; Aylen, en el Hospital Padilla. Además, Brisa estudia Recursos Humanos y Aylen ya se recibió de profesora de Economía. Entre cursadas, turnos y obligaciones, buscan huecos para entrenar. A veces corren al atardecer; otras, antes de que salga el sol. Aprendieron a convivir con la fatiga y a no rendirse. “Volvés más recargado de lo que salís”, coinciden. Es su manera de entender la disciplina: no como sacrificio, sino como una forma de encontrar energía.
En casa, cada detalle del día pasa por ese estilo de vida: planificar comidas, organizar viandas, revisar los kilómetros semanales, combinar horarios de gimnasio, fisioterapia o descanso. Entre risas, cuentan que se vigilan mutuamente. “Si una afloja, la otra empuja”, dice Aylen. Esa complicidad, la de dos hermanas que se acompañan y se exigen, se siente en cada conversación, en cada meta, en cada carrera que las encuentra del mismo lado de la línea de largada.
A la hora de desmontar, los tablones y los gazebos ya eran parte del recuerdo. En el pasto quedaron marcas leves, huellas de zapatillas que pronto se borrarían. Pero la sensación seguía ahí: la de haber hecho algo distinto.
El amor, entendieron todos, no siempre se celebra con brindis ni vestidos. A veces se celebra corriendo bajo la lluvia. A veces se parece a levantarse temprano un sábado, a preparar una mesa con torta y velas, a esperar bajo un paraguas a que dos hermanas crucen una línea invisible. Porque amar también es adaptarse. Es cambiar el plan, mojarse un poco, seguir adelante igual. Es acompañar al otro en su locura, aunque signifique madrugar para correr o sostener un gazebo para que no se vuele.
Cuando Brisa y Aylen se fueron caminando juntas, con las zapatillas húmedas, el parque 9 de Julio quedó en calma, como si acabara de presenciar algo más grande que una carrera: una historia de esfuerzo, familia y amor. Una historia en la que la lluvia no fue obstáculo, sino testigo.