En realidad, el número redondeado en el título se queda corto. Fueron más: 11.746.701, de acuerdo con el escrutinio definitivo. Casi el 32% del padrón; es decir, un tercio de los argentinos que estuvieron en condiciones de votar el domingo pasado se quedó en la casa. O salió a pasear por ahí, como si nada sucediera alrededor. Se trata de una de las participaciones más bajas desde que la democracia se consolidó a partir de 1983, aunque con algunas salvedades, empezando por la del pago chico. A contramano de la tendencia nacional, en Tucumán la concurrencia a las urnas trepó casi hasta el 80%. Y eso que no se elegían ni gobernador, ni intendentes, ni legisladores ni concejales, con la masiva movilización que eso implica. Así es Tucumán, un permanente caso de estudio.

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La pregunta vuelve al cabo de cada elección. Politólogos de todos los palos ensayan explicaciones varias, todas razonables, aunque por lo general sin salirse de la caja. Pero la cuestión es que son muchos, cada vez más, quienes gambetean los comicios. Tantos que ya conforman una fuerza poderosa. Por caso, fueron más los que no votaron que quienes marcaron el casillero de La Libertad Avanza en la BUP (11,7 millones contra 9,3 millones). Desde ese punto de vista, puede afirmarse que “ganaron”. La cuestión entonces es, ¿en qué está pensando este colectivo masivo y absolutamente heterogéneo, pero unido en la voluntad de darle la espalda al sistema?

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¿No será que quienes no van a votar son los que, en realidad, “la ven”?

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Ausentismo en las elecciones: cómo y dónde justificar la falta de voto en Tucumán

Un párrafo para la “batalla cultural”. A esta altura (casi) nadie puede precisar de qué se trata, de tan manoseado que está el tema. Hay quienes la consideran, simplemente, un truco de magia para distraer a audiencias autonarcotizadas por las pantallas de lo que realmente importa. Hay quienes dicen que no son batallas culturales, sino cognitivas. O emocionales. O espirituales. Lo cierto es que de ese territorio de disputa muchos se retiraron, espantados por la violencia, por el bastardeo y por la banalización de tópicos cuya significación fue diluyéndose. Ese campo (de batalla), carente de una Convención de Ginebra que regule el debate, va quedando a merced de los fanáticos, que son una plaga inmune al pensamiento crítico. Ya son muchísimos años de desgaste. Hay demasiada gente cansada, gente que no halla puntos de encuentro superadores. Lo dicho: cada vez se pone peor.

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Crisis de representación

Es, claramente, una monumental crisis de representación. A esos 11 millones de argentinos (más de tres veces la población de Uruguay) nada les mueve la aguja. Pero no sólo cuenta el rechazo a las propuestas políticas; también es un rechazo al sistema. De lo contrario votarían en blanco o anularían el voto -es el reclamo que por lo general reciben-. Una cosa es no sentirse representado por Milei o por Cristina, y otra es dudar de todo el andamiaje. De allí la preocupación por el futuro de la democracia, tema que ocupa por estos tiempos las reflexiones en todos los continentes.

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“Son elecciones de medio término”. Es una explicación cierta, la concurrencia decae notoriamente cuando no hay poderes ejecutivos en juego, y lo demuestra la estadística. La curva del ausentismo viene en picada (saltó del 23% en el medio término de 2013 y 2017 al 29% de 2021). Pero nunca se había llegado al extremo de que un tercio de los argentinos decidiera no votar. Según Andrés Malamud no se trata de apatía, sino de una protesta silenciosa; en este caso de un silencio que hace muchísimo ruido. Una dirigencia que no responde -oficialista u opositora-, ya sea por estar enfrascada en disputas internas o por el espanto que provocan sus acciones pasadas y presentes, termina generando un clima de desafección estructural. Como si una parte de la sociedad -enorme, salta a la vista- fuera escindiéndose, tan cerrada sobre sí misma como los tercios restantes.

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Elecciones 2025: "El ausentismo es una victoria de Milei", advirtió Axel Kicillof

“La gente no se ha vuelto antipolítica, pero la política ya no logra representar la experiencia vital de las personas. Las redes sociales crearon nuevas formas de expresión, de identidad y de protesta. El voto ya no es el único ni el principal canal de participación. El algoritmo sustituye al ágora. La deliberación pública se fragmenta, el debate se simplifica y la empatía social se erosiona. El ciudadano deja de verse como parte de un colectivo político y empieza a vivir la política como un espectáculo ajeno, que se consume y se descarta”. (María Esperanza Casullo)

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Entre los ausentes del domingo, los menores de 30 años ganan por goleada. Las encuestas revelan que una porción creciente de esa franja no se siente representada y, aquí esta el punto, no cree que el voto sea un instrumento de cambio. Como si la democracia fuera una rutina que se ensaya cada dos años sin brindar recompensas. Para los hijos del menemismo y del 2001 no hay épica en el acto democrático, experiencia que se vivió tras la caída de la última dictadura.

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Juventudes que no son, sino que están siendo, nacidas en la crisis y formadas en la desconfianza. “Su distancia con la política es cultural, no coyuntural”, advierte Julio Burdman.

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La pérdida de fe en la eficacia del voto tiene consecuencias concretas, porque cuanto menor es la participación, más concentrado queda el poder en minorías movilizadas, más vulnerable se vuelve el sistema frente al extremismo y más débil se hace la legitimidad del resultado. “Cuando la mitad del país no vota la representación se vuelve frágil y el consenso democrático se erosiona -subraya el constitucionalista Roberto Gargarella-. El ausentismo masivo no solo refleja desinterés, sino también un vacío de confianza. Si la ciudadanía siente que la política es un juego cerrado, el sistema deja de ser verdaderamente democrático, aunque se celebren elecciones”. Es una suerte de sociedad de la desesperanza, de poetas muertos... a ojos del análisis tradicional. Mucho de esto anidará en el pecho de quienes no van a votar; pero también habrá infinidad de cuestiones insospechadas que atraviesan a los 11 millones de ausentes en las urnas. Pueden que estén esperando otra cosa. ¿Qué?

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En el fondo, la inquietud que dejan las urnas vacías no es cuántos votaron, sino por qué tantos decidieron no hacerlo. En esa ausencia se lee algo más profundo que el cansancio o la indiferencia. Se trata de una evidente fractura entre la promesa democrática y la realidad cotidiana. De lo contrario sería sencillo justificarlo, por más que la evidencia constituya un sopapo al mentón del sistema. En estos casos suele aparecer otra pregunta: ¿y si el voto no fuera obligatorio (como en Estados Unidos)? ¿A cuánto treparía el abstencionismo?

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Puede que este sea el gran tema que dejó la elección del domingo. Por eso conviene seguirlo, de cerca y con la máxima atención.