En el universo emocional del primer jardín, no sólo un niño atraviesa la puerta: lo atraviesa toda la familia. El apego no desaparece ni se interrumpe; se estira, se prueba, se pone en juego. A veces tiembla. Otras, encuentran nuevos brazos.
La licenciada en psicopedagogía Melina Bella lo pone en palabras simples, casi como si hablara bajito para que el llanto no se despierte otra vez: “El jardín tiene que transmitir seguridad, calidez y contención. No sólo es infraestructura: son las personas”.
Melina observa algo que repiten todas las especialistas: no hay recetas únicas ni tiempos idénticos. Cada familia llega con su historia y cada niño, con su mundo. Por eso, dice, la comunicación entre familia y docentes es el sostén emocional del proceso. “La primera separación es enorme para todos. Las despedidas tienen que ser claras y concretas, nunca irse escondidos sin avisar, por más que cueste”, explica. Y ahí aclara una escena clásica de pasillo. “La calma del adulto -aunque sea actuada los primeros días- se transmite. Y siempre respetar los tiempos individuales: no todos los chicos se adaptan igual, y está bien”, agrega.
Su mirada se junta con la de la licenciada Florencia Camargo, psicopedagoga especializada en niños, pero agrega otra capa: la mirada sobre la crianza actual y lo que el jardín viene a compensar. En su consultorio, dice, ve patrones que se repiten: mucha culpa, mucha tecnología y una idea equivocada de que amar es evitar frustraciones.
Para ella, el maternal necesita ser hogar que se ensancha más que edificio escolar: “El maternal tiene que sentirse como un hogar ampliado. Cuando un niño pasa muchas horas, necesita contención, materiales adecuados y profesionales capacitados. Al adaptar a un niño, primero hay que mirarlo a él y a su historia: si es hijo único, si tiene hermanos mayores, si viene de mucha presencia familiar, todo influye”.
Y esa contención no significa que todo valga. La licenciada se detiene en una tendencia transversal. “Hoy vemos chicos con más dificultad en lenguaje, atención y tolerancia, muy atravesados por pantallas”, alerta. No lo dice para juzgar, sino para acompañar: muchas veces -describe- la culpa empuja a dar pantallas o permisos para compensar la ausencia. Pero, advierte, los límites también son un gesto de amor. “La culpa muchas veces hace que el adulto compense por teléfono con permitir todo. Los límites también son un abrazo”, avisa.
La experiencia se completa con la voz de quien estuvo de los dos lados del mostrador: la psicóloga de niños y adolescentes Cecilia del Valle Acosta, que además es mamá y también pasó por esa puerta. Al principio, su plan era esperar: quedarse en casa, sostener ella misma la presencia y el apego. Pero la vida cambió con los tiempos. “No estaba en nuestros planes mandar a Martina tan pequeña, con sólo dos años. Como psicóloga entiendo la importancia del vínculo y del tiempo compartido. Pero con la llegada de mi segunda hija Julieta, las pantallas aumentaron en casa para entretenerla, y eso me preocupó”, admite.
Entonces apareció el jardín, no como abandono, sino como espacio de juego real, de vínculo y de aire familiar. Los primeros días dolieron, y Cecilia lo reconoce: “Lloraba ella, lloraba yo. La culpa aparece: por no poder con todo”. Hasta que un día -como suele pasar en estas historias- la niña cruzó la puerta sin mirar atrás: “Entró feliz, buscó a su seño y entendí que la adaptación también era mía”, plantea. Para ella esa frase se volvió brújula: poner en palabras, anticipar el día, validar emociones, confiar y permitir que otro adulto sostenga también.