EL PRIMER DÍA. La separación es difícil tanto para los padres como para los hijos, pero estos se adaptan mejor y más rápido a los cambios que viven.
En la vereda de un maternal, una madre sostiene fuerte a su hija. La nena llora; la madre respira hondo, la acomoda en brazos de la seño y se queda quieta, unos segundos, mirando la puerta cerrarse. Adentro comienza el juego. Afuera empieza otra cosa: el ejercicio silencioso de aprender a soltar.
Ese ritual se repite en aproximadamente 600 espacios de primera infancia que existen en Tucumán. En tiempos en los que los trabajos no siempre permiten redes cercanas y la crianza se hace -como se puede- con pantallas y poco tiempo, los maternales se volvieron lugar de contención y también escenario de una de las primeras decisiones fuertes de las familias: ¿cuándo es el momento? ¿Qué mirar? ¿Cómo acompañar sin romperse?
Según la Asociación de Jardines Maternales Registrados, en la provincia sólo 70 espacios están registrados oficialmente por el Ministerio de Educación. El resto funciona de otras formas, sin supervisión pedagógica ni control específico. Eso dispara otra pregunta: ¿es lo mismo cualquier maternal? Pero la historia, antes que técnica, es emocional.
Testimonios
El salto al primer aula es un desafío especial. Los padres cuentan cómo eligieron el maternal, cómo vivieron la primera separación y qué cambió en sus hijos -y en ellos- después de cruzar la puerta.
Ámbar tiene dos años y 10 meses y es hija única. Sus padres, Atalia Herrera y Axel González, pasaron meses evaluando opciones antes de decidir qué hacer. “Ella es la única nena en las dos familias, y no tenía niños cerca para socializar. Ni primos, ni vecinos”, cuenta Atalia. “Probamos con niñeras y no funcionó”, y -dice- el jardín aparecía como un lugar más seguro que la propia casa con una persona desconocida. Recorrieron maternales, preguntaron, revisaron redes y eligieron el que más referencias tenían en Tafí Viejo.
La adaptación fue una montaña rusa. “Los primeros días lloró muchísimo, vomitaba de los nervios, estaba angustiada. Yo me quedaba en la puerta porque sentía que en cualquier momento me iban a llamar. Ella tenía un apego extremo conmigo. Y yo también con ella”, recuerda.
No la llamaron. Pero un día, sin aviso, la escena cambió: “A la semana entraba feliz, jugaba, me contaba cosas, tenía amigos. Verla segura me dio seguridad a mí”. “No somos malas madres por trabajar o necesitar tiempo propio -asegura firme-. Cada familia tiene su realidad. A mí me ayudó mucho ir contándole todo: quién la recibía, qué iba a hacer, decirle y darle la confianza para escucharla y que me cuente las cosas que hace”.
En una situación similar, Tomás Morales Meloni -de dos años- también atraviesa el jardín como descubrimiento. Su mamá, Cynthia Meloni, recuerda el primer día como un quiebre interno. “Él es mi primer hijo y me costó muchísimo tenerlo. Mi madre lo cuidaba pero no quería cargarla con más tareas, yo tenía que volver a trabajar. Si tuviera la chance de no mandarlo desde tan chico, no lo haría, pero no tuve alternativa”, describe. El inicio fue un golpe emocional inesperado: “Tomás lloró, yo lloré más. La seño me lo sacó de los brazos y al otro día me internaron con un síndrome vertiginoso. Fue el estrés. El cuerpo me lo gritó”.
Mientras ella hacía reposo, él hacía su primera adaptación al mundo. “Pasaron los días, y él estaba feliz. La buscaba a la seño, saludaba a sus compañeros y realmente valió la pena. En el lenguaje fue un cambio tremendo: era un niño vergonzoso, ahora no lo puedo callar”, asegura.
Y el maternal también la modificó a ella: “Antes no quería que nadie más lo cuidara si no era mi mamá o yo. Ahora disfruto un día para mí sin culpa, Tomás me enseñó a soltar y a ser independiente y eso me encanta”.
A ellas se suma Giselle Requelme, mamá de Luciano Córdoba Requelme de ocho meses. Su voz pone sobre la mesa una verdad menos romantizada: “Es durísimo dejar a un bebé tan chiquito. Te diría que fue un acto de supervivencia. No tengo abuela que me ayude, trabajamos los dos. Preferí maternal antes que niñera: es mi manera de confiar”.
El proceso fue casi un mapa logístico y emocional: horarios, rutas, requisitos, habilitación. “Me puse a averiguar todo, si recibían bebés, si tenían habilitación, si quedaba a mitad de camino. Yo soy docente y renuncié a un cargo para que vaya pocas horas. Va tres veces por semana, tres horas y media”, señala. Y vuelve al cuerpo: “El puerperio te deja vulnerable. Hay que crear una red de contención para el bebé, confiar y permitir que otra persona lo sostenga. No se puede todo sola”.
En su caso, el maternal trabaja con base Waldorf-Montessori. “Ahora a Luciano lo veo más autónomo: está en la etapa de explorar texturas, colores. Agarra solito su mamadera, tiene madurez en su motricidad. Siendo bebé son pequeños (grandes) cambios, estímulos, acompañamiento, apego seguro que le brinda el espacio”, sostiene. Y cierra con una certeza que aprendió en carne propia: “Cada maternidad tiene un sello e impronta propia, no son ‘iguales’ generacionalmente a nuestras madres, abuelas, me hubiese gustado que me digan eso con la certeza de que es así, ya que a raíz del puerperio la madre está vulnerable. Hay que acompañar, escuchar, para atravesar una infancia sana”.
























