A comienzos del siglo XX, un escritor escocés llamado James Matthew Barrie creó a Peter Pan, aquel niño que se negaba a crecer y vivía en el País de Nunca Jamás, rodeado de hadas y piratas. La historia, inspirada en la vida de los hijos de unos amigos suyos, fue un cuento infantil que pronto adquirió un profundo simbolismo: el de la negación del paso del tiempo y de las responsabilidades de la vida adulta. Décadas después, por los años ochenta, el psicólogo norteamericano Dan Kiley retomó esa figura literaria y acuñó la expresión “Síndrome de Peter Pan” para describir a adultos que se resisten a madurar. Cabe aclarar que no está reconocido en manuales diagnósticos de psicología; sin embargo, el término se popularizó y pasó al lenguaje común como un sinónimo de inmadurez emocional. Y quizás hoy estemos ante algo más que casos individuales: basta mirar alrededor para advertir que el fenómeno se ha vuelto un signo de época. ¿Exagero? Muchos jóvenes -y no tan jóvenes- viven hoy un presente sin exigencias. Postergan decisiones que antes marcaban el ingreso a la adultez, como independizarse, casarse, formar una familia y asumir responsabilidades. El mundo digital, los videojuegos, las redes y la cultura del entretenimiento constante contribuyen a mantener esa sensación de juventud perpetua. Y, si lo pensamos bien, tal vez no sea todo culpa de ellos, sino más bien de una sociedad que ya no les ofrece un modelo claro de adultez: sin horizontes definidos y sin las seguridades tradicionales, como el trabajo estable, la vivienda o los vínculos duraderos. Así, el joven termina viviendo en el País del Nunca Jamás. Barrie creó a Peter Pan y, en 1953, Disney lo inmortalizó. En el imaginario popular se convirtió en un símbolo de alegría, juventud y fantasía eterna. ¿Simple inmadurez o reflejo de un tiempo incierto? Entre la nostalgia de lo que se fue y la incertidumbre de lo que viene, el individuo desconfía del futuro y se refugia en lo inmediato. Más de un siglo después, el mito parece haberse salido del cuento para instalarse en la vida real. Vivimos en una época en la que se glorifica la juventud como valor supremo, se teme a la madurez y se asocia la adultez con pérdida, rutina y fracaso. Zygmunt Bauman, filósofo polaco, dice: “En esta modernidad líquida, todo lo sólido se disuelve”: los vínculos, los compromisos, las certezas. Y el ideal ya no pasa por el adulto responsable, sino por el joven perpetuamente disponible, adaptable, sin ataduras. Entonces, el tiempo es hoy. El síndrome de Peter Pan sería, en el fondo, la forma emocional de la sociedad líquida de Bauman, y no tanto la rebeldía contra la edad: una adaptación a un mundo que le teme más a la estabilidad que al cambio. El desafío más grande nuestro, tal vez, sea aprender a permanecer, porque si todo se disuelve -como sostiene Bauman- terminamos atrapados en un presente continuo. O bien, optamos por buscar refugio en un inmenso País de Nunca Jamás, como lo temía Barrie. Se han propuesto estrategias para abordar esta compleja problemática, tales como la terapia cognitivo-conductual, la planificación de metas, la autorreflexión y el mejoramiento de las relaciones interpersonales. Todos hemos sido niños alguna vez; sabemos de qué se trata y, en líneas generales, valoramos esa inocencia, honestidad e ingenuidad que caracteriza la etapa. Pero precisamente de lo que se trata es de no quedarse eternamente fijado en ella, siendo el puer aeternus (niño eterno) de Carl Gustav Jung.

Juan L. Marcotullio                                        

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