Tras un laberinto judicial que se extendió por más de 31 años, la Cámara en lo Civil y Comercial Común de Tucumán ratificó la condena por mala praxis contra un sanatorio de la provincia y un equipo de médicos por la ceguera en la que derivó un procedimiento realizado a una bebé recién nacida que hoy ya es adulta.

La clave de la sentencia no reside en la atención inicial de la paciente -cuya vida fue salvada con oxígeno-, sino en el incumplimiento del deber de informar a sus padres sobre los riesgos, la periodicidad y la urgencia de los controles oftalmológicos post-alta médica. Esta omisión, según los jueces, fue la que privó a la familia de la bebé de “la posibilidad cierta de buscar una cura a su enfermedad, o cuanto menos un tratamiento paliativo”, una decisión que confirma la responsabilidad del nosocomio y de los profesionales.

La causa se remonta a 1993, cuando la recién nacida, en estado de extrema gravedad, recibió un tratamiento vital con oxígeno que, como consecuencia posible en prematuros, derivó en una retinopatía. El 21 de enero de 1993, la beba fue dada de alta con una indicación de realizar un examen de “fondo de ojo ambulatorio”, un control que sus padres sólo pudieron concretar cinco meses después, en junio de ese año. El diagnóstico, retinopatía del prematuro, ya era irreversible, y por ello, la demanda contra el sanatorio y los médicos se interpuso el 16 de diciembre de 1994, dando inicio a una tortuosa tramitación judicial.

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La sentencia de primera instancia, que condenó a los demandados a pagar $2 millones, llegó el 7 de mayo de 2018. Los demandados, por su parte, ejercieron su derecho a defenderse apelando el fallo inicial, basando su argumentación en que la complicación visual era una “fatalidad inevitable” derivada del tratamiento para salvar la vida de la niña. El sanatorio argumentó que la responsabilidad de la institución no estaba en la calidad de la asistencia otorgada, la cual calificaron de “excelencia”, sino en la obligación de los padres de seguir las indicaciones médicas tras el alta. Los profesionales de la salud también sostuvieron que el control de fondo de ojo no podía realizarse durante la internación, sino sólo a partir de “las cuatro a seis semanas de vida”, por lo que habían actuado “adecuada y oportunamente al indicar el respectivo análisis oftalmológico”. El camino del expediente estuvo plagado de recursos, incluyendo una intervención de la Corte Suprema de Justicia que, en noviembre de 2024, anuló un fallo previo de Cámara, reenviando la causa para un nuevo pronunciamiento. En esa instancia, la Corte Suprema estableció una doctrina legal citada en el nuevo fallo, indicando que “incurre en arbitrariedad la sentencia que analiza la prueba de manera parcializada y sin rigor jurídico”, un revés que obligó a la Sala I de la Cámara a reformular su análisis. Los jueces se abocaron entonces a considerar los “deberes secundarios de conducta” que pesan sobre los prestadores de salud, trascendiendo la mera prestación médica principal. El eje central de la nueva resolución se enfocó en el deber de información, considerado como una fuente autónoma de responsabilidad, aumentándose cuando el caso involucra a un profesional y “un profano”, en lo que la doctrina judicial denomina una “asimetría informativa”. El vocal preopinante, doctor Benjamín Moisá, sostuvo en sus fundamentos que “al integrar el deber de información, es evidente que para que la actividad médica pueda ser calificada como diligente, debe haberse dado cumplimiento también con el deber de informar”. En esta línea, el fallo analizó si la mera indicación de un fondo de ojo era suficiente para cumplir con el estándar profesional que exigía el caso. La conclusión del tribunal fue contundente: la indicación de realizar el examen de fondo de ojo fue insuficiente para cumplir con el deber secundario de conducta que les correspondía a los médicos. Los jueces encontraron que la anotación en la historia clínica no demostró que se hubiera “comunicado a los padres de la niña el plazo urgente dentro del cual debía realizarse, ni destacado la importancia de realizar los controles oftalmológicos, ni su periodicidad, ni mucho menos advertido sobre las consecuencias probables de su omisión”. Para el tribunal, la ausencia de esta información impidió a los padres tomar decisiones fundadas respecto al tratamiento.

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La ceguera de la joven se transformó así en una “pérdida de chance”, un concepto resarcitorio que el tribunal consideró probada, pese a la falta de una pericial médica específica. Esta doctrina consolida que, aunque el daño pudo no ser evitable, la negligencia de los médicos privó a la paciente de la oportunidad de mitigar sus consecuencias.

Los montos

En primera instancia, en 2018, la condena se fijó en $2 millones, pero al aplicar los intereses a la tasa activa hasta la fecha de la sentencia de 2025, el total ascendió a $12.371.168,55. El vocal Moisá, al analizar la cuantificación del daño moral ($800.000, más intereses, que sumaban $8.247.445,70 a la fecha de la sentencia de 2025), afirmó que las sumas fijadas por la pérdida de chance y el daño moral resultaban “manifiestamente como irrisoria con respecto al daño causado”.

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Finalmente, el Tribunal de Apelaciones, con el voto concordante de la camarista María Dolores Leone Cervera, resolvió no hacer lugar a los recursos de apelación interpuestos. Esta decisión ratifica la condena económica de la sentencia de 2018 y sienta un precedente sobre las exigencias de la responsabilidad médica en casos de alto riesgo.

El fallo de 2025 concluye, por ahora, ya que puede llegar otra vez a la Corte, un expediente iniciado 31 años atrás, cuando la vida de la paciente recién comenzaba. Según la información oficial, la condena impuesta no solo es una reparación económica, sino también una reivindicación del derecho de todo paciente a ser informado adecuadamente sobre los riesgos y pasos a seguir tras un tratamiento médico complejo.