La puerta de calle Maipú 575 no solo abre a un edificio: abre a un siglo entero. La Sociedad Sirio Libanesa cumple 100 años y vuelve inevitable una pregunta: ¿cómo llegó a levantarse, en pleno corazón de Tucumán, la institución que condensó la historia, el desarraigo y la fuerza cultural de una comunidad marcada por el exilio?

Para comprenderlo, explica la doctora en historia Liliana Asfoura –especialista en inmigración sirio libanesa–, hay que viajar mucho más atrás del acta fundacional de 1925. “La inmigración sirio-libanesa –señala Asfoura– no encaja en las categorías clásicas: no es italiana, no es española. Procede del corredor sirio-palestino, una zona de encrucijada histórica, política y confesional”, cuenta. Allí convivían cristianos, musulmanes y judíos, bajo la administración del Imperio Otomano, un estado multiconfesional y multiétnico que, durante siglos, permitió cierta convivencia mientras se respetara su autoridad.

Un origen distinto a todos

A mediados del siglo XIX, todo cambió. El avance de las ideas nacionalistas, las tensiones religiosas y las primeras matanzas en el Monte del Líbano empujaron a miles a abandonar su tierra. “No fue una inmigración pobre. Los primeros libaneses eran burgueses, venían con monedas de oro, pero escapaban. Lo hacían sin documentos porque el Imperio no permitía la emigración”, explica Asfoura.

La historia distingue dos grandes momentos migratorios: ““La primera gran oleada llegó antes de 1914 y la segunda después de 1923 después de la primera guerra mundial”, detalla. Los fundadores de la Sociedad Sirio Libanesa de Tucumán, creada en 1925, pertenecían a ese primer flujo migratorio. “Eran jóvenes, solos, mayoritariamente varones”, dice. Esa composición marcó un rasgo que caracteriza hasta hoy a la colectividad: la apertura matrimonial. “Los árabes se casaron mucho con mujeres de otras comunidades y con tucumanas del interior”, explica. Esa mezcla generó un mapa familiar diverso, que aún hoy distingue a la comunidad.

La inmigración masculina, sin familias a cargo, encontró su primer sostén económico en la venta ambulante. “Descubrieron un nicho fundamental: el interior provincial, donde estaba la industria azucarera”, señala Asfoura. Para abastecer a los pueblos que nacían alrededor de los ingenios, los recién llegados viajaban a la capital, compraban mercadería y volvían a recorrer la ruta azucarera con un sistema solidario que marcó a toda la comunidad. “El primero que llegaba y lograba convertirse en mayorista les daba mercadería a los que venían después. Ellos vendían, pagaban y volvían por más. Era un crédito basado en la confianza”, describe.

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En ese ir y venir comenzaron a asentarse en distintos pueblos. Las tiendas y almacenes árabes se instalaban junto al ferrocarril, desde donde se internaban en la campaña tucumana, creando nuevos comercios y nuevos asentamientos. En Famaillá y Monteros, por ejemplo, se consolidaron fuertes comunidades.

Para la década del 40, el comercio en manos de los árabes ya era el más importante de Tucumán. Los inmigrantes comenzaron a asentarse cerca de las estaciones ferroviarias, transformando zonas enteras de la ciudad. “Barrio Norte es barrio árabe —explica Asfoura— y lo mismo El Bajo, la zona de la Estación Mitre. Ellos transformaron esos espacios en zonas comerciales”. La casa-almacén, las libretas donde se anotaba la compra fiada y hasta la lógica del crédito comercial se extendieron en Tucumán a partir de estas prácticas. “Vendían más barato para vender más. Ese fue uno de los secretos de su éxito”, remarca.

La primera sociedad fundada por la colectividad en Tucumán no estuvo en la capital, sino en Aguilares, en 1919. “Eran sobre todo libaneses provenientes del Monte Líbano, ligados a la industria azucarera”, cuenta la historiadora. Pero la institución madre —la que marcaría el rumbo de las futuras asociaciones de la provincia y del NOA— sería la que nació en 1925 en la calle Maipú, corazón de la vida comercial y social de los inmigrantes árabes.

El día crucial

La semilla de la Sociedad Sirio Libanesa de Tucumán se plantó el 17 de noviembre de 1925, durante una conferencia del intelectual Habib Estéfano. El tema era inquietante y movilizador: “El porvenir de nuestro pueblo en nuestra patria y en América”.

Cuatro días después, en la casa de Fortunato Saad, unos 50 miembros de la colectividad fundaron la institución. Entre ellos estaban Selim Saad, Nallib Nadra, Pedro Caram, Isa Neme, Pedro Nassif Estofán e Isa Sucar. La presidencia provisional recayó en Habib Estéfano. “Fue la primera sociedad laica, donde se reunieron maronitas, ortodoxos, alauitas, musulmanes y judíos”, destaca Asfoura. En un mundo árabe marcado por tensiones confesionales, esa decisión no fue menor: acá, en Tucumán eligieron unirse.

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La sede en Maipú –que luego conviviría con la iglesia ortodoxa y con asociaciones específicas como la Libanesa de 1937– se volvió un faro. Un hogar simbólico donde se enseñó idioma, danza, hospitalidad y pertenencia.

El salón de fiestas fue, desde el comienzo, el escenario donde todo pasaba:las celebraciones por la independencia de Siria (17 de abril) y del Líbano (22 de noviembre), los encuentros culturales, las clases de danza árabe, ajedrez, esgrima y gimnasia.

En los 70, bajo la presidencia de Eduardo Dip, se construyó la pileta. Para decenas de hijos y nietos de inmigrantes, ese fue el punto de encuentro. “Ahí nos conocimos todos”, recuerda Asfoura.

Las mujeres, agrupadas en la Subcomisión de Beneficencia, sostuvieron durante más de 70 años una obra social incansable: tés solidarios, rifas, apoyo a fundaciones. “Todos los meses hacemos un té y las entradas siempre se agotan”.

Y todavía sobreviven palabras de esa herencia: paisano, “hermano de tierra”, y la idea árabe de hospitalidad como acto de identidad. “El árabe te agasaja. En la mesa, en la casa, en la fiesta. Es cultural. Es generosidad. Es caudillismo también”, dice con una sonrisa.

Sabores de la mesa familiar: las recetas, forma de afecto y pertenencia

La historiadora Eliana Homssi, especialista en inmigración árabe, explica en una nota del 03/09/23 que los recién llegados debieron enfrentar barreras lingüísticas y culturales que hicieron más difícil su adaptación que la de otros grupos migratorios. Esa complejidad generó redes de apoyo entre “paisanos”, una solidaridad que sostuvo a los inmigrantes y que, con el tiempo, también se expresó en la mesa familiar.

Florencia Mejail, descendiente de sirios, contó que en su familia las recetas se guardaban como verdaderos tesoros. Una de las suyas -la de los aristelos, los dulces de sémola- llegó en un papel manuscrito por su abuela. Repetir esa preparación, decía, era una forma de volver a la infancia y de recuperar aromas que no se olvidan.

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El ritual del mezze: para Mejail y para muchas familias la cocina árabe se entiende desde la lógica del mezze, ese ritual en el que la mesa se llena de pequeñas porciones ubicadas al centro para que todos compartan. No hay un plato protagonista: hay una conversación de sabores. El mezze suele comenzar con los fríos -tabule, hummus, cuajada, kippe crudo, baba ganoush- y continuar con los calientes -sfijas, kippe al horno, niños envueltos, kebab-. Cada plato se combina con otro porque en esta tradición nada se come aislado: los sabores dialogan igual que las personas.

Algunos platos, como el falafel, el shawarma, el kippe y las sfijas ya se volvieron parte del paisaje gastronómico tucumano y se encuentran en panaderías y rotiserías. Aunque no siempre mantienen las técnicas que conservan las familias descendientes, revelan la influencia profunda que dejó la colectividad en la provincia. Mejail dice que el elogio más valioso es cuando alguien prueba un plato y reconoce en ese sabor la cocina de su abuela. En ese gesto, la memoria continúa viva.

Costumbres que se llevan en la sangre

El edificio de Maipú 575 –una de las calles más ligadas a la presencia árabe en la provincia– se prepara para celebrar su centenario con un acto protocolar, una misa y actividades culturales. Pero detrás del festejo hay una historia que empieza mucho antes del salón grande y de las cenas de gala: comienza con hombres jóvenes que escapaban del Imperio Otomano, caminaban con un carrito por los caminos azucareros y llegaban a una provincia que, sin saberlo, estaba a punto de cambiar su trama social y comercial.

Los árabes fueron el tercer grupo más numeroso entre los inmigrantes que llegaron a la provincia. En el libro “Las comunidades de inmigrantes”, se detalla que entre 1881 y 1914 arribaron a Argentina alrededor de 4 millones de personas, llegando a representar el 30% de la población.

Elías Cabbad conoce esa historia casi de memoria, aunque haya nacido muchas décadas después. “La llevo en la sangre”, dice. Hoy es el presidente de la Sociedad Sirio Libanesa y, mientras camina por el salón principal donde avanzan las obras para recuperar el escenario, reconoce que su historia familiar –y la de tantos otros– está entrelazada con cada ladrillo de este edificio. “Comerciante desde que tengo uso de razón”, se define. Su familia fundó Las Pirámides, uno de los negocios árabes más antiguos de Tucumán. De chico absorbió el aroma de la tela, el ritmo del mayoreo y el idioma que sonaba mezclado en la mesa familiar. “Soy el nuevo presidente desde abril –cuenta–, pero hace seis o siete años que trabajo en la institución: primero vocal, después protesorero, luego tesorero. Me fui involucrando y me quedé. Esto me tira”.

Durante la pandemia, cuando el club estaba cerrado, la comisión aprovechó el silencio para hacer remodelaciones. “Pasaron muchas cosas con respecto a la infraestructura. Todavía seguimos: ahora estamos arreglando el escenario del salón grande”, dice. Ese salón, recuerda, llegó a ser uno de los más importantes de Tucumán: casamientos, fiestas de 15, egresos, bailes semanales. Todo pasaba allí.

A su lado, el vicepresidente Raúl Elías Nadra –arquitecto, hijo y nieto de fundadores– completa la escena. “El juego era lo fuerte de los hombres –dice entre risas–. Arriba estaba el salón con las salas de billar y de tawle, que es el backgammon. El árabe juega mucho. Era parte de la identidad del club”.

Volver a latir

Ambos insisten en algo: el mayor desafío es recuperar el compromiso y reconstruir la masa societaria. “La herencia se fue perdiendo –explica Cabbad–. Los fundadores eran inmigrantes o hijos de inmigrantes, con las costumbres muy presentes. Pero las nuevas generaciones se fueron argentinizando. Mis padres eran sirios; yo todavía tengo el arraigo. Mis hijos, ya no tanto. Y eso pasa en todos los clubes de colectividades”.

En ese punto, Nadra agrega un matiz que atraviesa la identidad árabe y ayuda a comprender cómo se transmitían –y se transformaban– las tradiciones. “El árabe tiene una costumbre: muchas veces el apellido es el oficio que tienen. Y, a veces, el apellido del hijo es el nombre del padre, porque cuando preguntan quién es esa persona te contestan ‘es el hijo de…’. Mientras viva tu padre, es así. El día que muere, y vos quedás como jefe de familia, se hace el traspaso”.

Cabbad se ríe y aporta su propia escena familiar, que grafica ese modo de nombrar: “Y para el padre también. Cuando no tenés hijos, tenés tu nombre. Pero cuando ya los tenés… Yo fui a conocer Siria y, a los tres días, me preguntaron cómo se llamaba mi hijo mayor. Les dije Santiago y desde ahí no me llamaron más por mi nombre: fui “Abu” (padre de, en árabe) Santiago. Es así”.

En ese repaso por las costumbres, surge una inquietud que sobrevuela la conversación: el vínculo menguante de las nuevas generaciones con la institución. “No me duele; me parece que es una deuda”, aclara Cabbad. Y enseguida explica por qué: “La sociedad tucumana tuvo mucha influencia de las colectividades, y la árabe fue muy importante: en lo comercial, en lo cultural, en lo político. Aquí, en estas cuadras cercanas a la Maipú, están la Sirio Libanesa, la Sociedad Pan Islámica, la Parroquia de Nuestro Señor del Milagro y San Marón, la Iglesia Católica Apostólica Ortodoxa.Todo se concentra acá”.

Entonces, Nadra vuelve a la raíz: las migraciones, las cartas, las casas que se abrían para recibir a quienes recién llegaban. “Mi abuelo me contaba que sufrían mucho. Llegaban con una mano atrás y otra adelante, con un idioma totalmente distinto. Salían con un carrito a vender, y algunos terminaban manejando el azúcar de los ingenios. El árabe siempre fue muy trabajador”, recuerda.

Nadra vuelve una y otra vez a la vida social del club, como si al nombrarla pudiera reconstruirla. Habla del restaurante,de las actividades culturales, las clases de danza, el ajedrez –que llegó a tener un equipo entre los mejores del país– y la pileta, donde muchos tucumanos, árabes y no árabes pasaron los veranos de su infancia. Y entonces aparece su propio recuerdo, mezclado con la historia.

“El terreno de la pileta lo compró mi tío Isa Mejail, un soñador”, dice. Cuenta que a fines de los años 60 él estaba terminando la carrera de Arquitectura y junto a otros colegas proyectaron y levantaron la pileta. Al poco tiempo se hicieron canchas de paddle. “En su momento fue una gran idea, pero no era redituable: el mantenimiento era costoso”. Con el tiempo, aquellas obras cedieron ante nuevas necesidades: “Cuando surgió el proyecto del bingo, la pileta se terminó. Actualmente está el Banco Nación”.

También recuerda la obra del patio interno, el que se encuentra justo antes de entrar al gran salón. “Trabajé con Miguel Mejail, mi primo e hicimos los arcos que antes eran parasoles. El actual no es el verdadero arco oriental: es un arco de medio punto, pero mantiene una referencia”, señala.

“Yo lo que quiero –dice Cabbad– es que vuelva la gente. Que el club sea lo que era antes. Podemos asociar a cualquiera, no sólo a descendientes. Esto se movió gracias al sueño de alguien. Y el sueño continúa”.