Por Gabriel Edgardo Acosta
Profesor en Letras (U.N.Sa. - FRMT)
Según un crítico francés podríamos asimilar un texto a una cebolla por las numerosas capas que lo componen, como sedimentos de sentidos. Cada lector lee según sus posibilidades, sus lecturas previas, sus intereses, su temporalidad, su espacialidad. Por lo tanto, ninguna o casi ninguna persona lee el mismo texto que otra, o lee el mismo texto de la misma manera cada vez que lo hace. Un texto literario es un artefacto semiótico: sin un lector que lo interprete es una cosa inerte. El mismo crítico francés recomienda una técnica para leer un texto: leer levantando la vista. Es decir, leer haciendo pausas, hacer preguntas, cuestionar, discutirle al texto lo que plantea, buscar lo que desestabiliza comodidad y sentido común del lector.
En este caso en particular he tratado de realizar esta tarea en “Diosas mutantes”, la tercera novela de Mario Flores. Ya había leído varios textos de este autor: “Necrópolis”, “Hikaru”, “Paisajes radioactivos”. Y estos textos habían logrado desestabilizar varios lugares comunes, en especial sobre lo que la literatura salteña es o debería ser. Al leer la novela, lo primero fue la incapacidad de clasificarlo en un género preciso: no podía leerlo como realismo, por lo menos no como el realismo decimonónico. Todas estas condiciones están presentes en “Diosas mutantes”: en este texto lo extraño es parte constitutiva de la realidad, no aparece para romper o inestabilizar nada, lo grotesco, la muerte, el desamparo, el abandono, la mugre, la mierda y el derrumbe forman parte del orden constituido. Y, además, la pérdida en la confianza de un sentido, tanto individual como colectivo, la imposibilidad de vislumbrar una salida, de imaginar un futuro.
La novela está compuesta por cinco grandes capítulos: 1. La noche anfibia; 2. Soñaba con un bosque en llamas; 3. El vuelo de los buitres, su cántico de carroñeros; 4. El país de las últimas cosas; 5. Profecía del beso reptil. Ya desde los tres epígrafes que anteceden la novela podemos comenzar a rastrear las intertextualidades que el propio autor reconoce y quiere resaltar: la de una escritura argentina residente en Francia, que nos habla de las visiones proféticas del arte; las de un poeta chino que nos plantea casualidades o causalidades posibles o no; las de los textos sagrados hindúes que se consideran la culminación de la tradición filosófica védica.
Anfibio es lo que está o puede estar entre dos territorios, dos medios, dos realidades. Vivir entre la tierra y el agua como esos sapos, entre la vida y la muerte como los personajes de la novela. Algunos podrán pensar que el aluvión es esa fisura por la que lo extraño entra a la realidad, pero a poco de leer nos damos cuenta que es apenas el signo, uno más, del derrumbe final. Algunos personajes parecen creer todavía que esas calamidades, esos castigos pueden pararse invocando a alguna deidad. Hemos mencionado muchas veces la dicotomía entre ficción y realidad. Expresiones tales como: “Ni Spielberg se hubiera atrevido a tanto”, o “lo sucedido supera a cualquier telenovela”, quieren dar por sentado que la realidad es el modelo y la ficción lo deforma. Pero también podríamos pensarlo al revés, que la ficción es el modelo y que la realidad se empeña en imitarlo. O para decirlo de otra forma, parafraseando a un escritor argentino, no me interesa tanto el efecto que pueda tener la realidad en la ficción, sino el efecto que pueda tener la ficción en la realidad.
Si bien la violencia, en sus distintas formas, está presente desde el principio en la novela, en el segundo capítulo se instala un tipo de violencia que parece estar invisibilizada en nuestros territorios y en nuestras temporalidades: la violencia contra la mujer. El capítulo se inicia y cierra con un sueño. Otra vez el sueño como revelación de lo que estaba oculto y como profecía. En un claro de las yungas, en plena noche, se mezclan lo humano y lo animal, alrededor del fuego que todo purifica, que da vida, pero también destruye. Cuatro mujeres, cuatro diosas mutantes, con cuerpo humano y cabezas de animales, rememoran sus sufrimientos en mano de distintos hombres (el novio de la madre, el amigo del padre, el propio padre). La cuarta mujer, la dueña del sueño, calla y escucha. Poco sabemos todavía de este personaje, de Devi, sólo que trabaja en el canal de cable local, que detesta profundamente al dueño del mismo, que tiene un hijo. Lo que no deja de llamar la atención es que el lugar elegido para que el sueño se manifieste es un polígono de tiro al que iba de niña con su padre, Pero el padre no está ahora, sólo ella, el fuego y las otras mujeres.
El resto del capítulo se desenvuelve alrededor de las prácticas religiosas de un pueblo demasiado crédulo, un santuario, un hermano de la orden franciscana y un retiro espiritual. Desde la muerte de la abuela hasta la casa de retiro todo es vivido por la protagonista como un largo vía crucis de engaños, simulaciones, apariencias, un estar obligada a parecer para no ser señalada con un dedo y quedar excluida.
Parafraseando a Judith Butler hay cuerpos que importan y cuerpos que no, vidas que merecen ser cuidadas y vidas que son descartables, y también hay cuerpos que resisten. cuerpos y vidas por cuya pérdida se pueden desatar guerras y cruzadas y, cuerpos que nadie ve. Cuerpos y vidas de prostitutas adolescentes, cuerpos desnutridos, cuerpos destrozados por el hambre y las guerras, por el desinterés, cuerpos que se entregan al poder del macho y de sus representantes, cuerpos que se entregan al poder. En el tercer capítulo todos estos cuerpos se entrecruzan, los territorios y las temporalidades se intersectan. Dos adolescentes prostitutas son violadas, asesinadas, descartadas como basura. Los cuerpos de los niños africanos son usados como insumo para las vocaciones religiosas y la caridad cristiana. Los cuerpos de las adolescentes de un retiro espiritual son seducidos por los mantras y las caricias de un hermano franciscano. Se establece un contrapunto musical y discursivo entre una cumbia, una canción religiosa, un panfleto:
El cuarto capítulo de la novela está entrecruzado, otra vez, por múltiples territorios y temporalidades. Por los que surgen de viajes, ya sean estos físicos o meramente aspiracionales: todos van en busca de un sentido. Algo que pueda proporcionar un significado al absurdo y ordenar la vacuidad del caos. El viaje de unos estudiantes de letras en la creación de una revista de poesía, el de innumerables poetas en busca de ser publicados, el de los “negros de la escritura” o los escritores fantasmas, el de Raúl en busca de algún absoluto, el de un dios en busca de sus devotos, el de los devotos en busca de los pies del dios, el de Devi en una venganza. Mientras más grande es el vacío mayor deberá ser el absoluto que lo intente remediar. No sé si a un vacío infinito le alcanzará la muerte. Si, somos personas, somos las máscaras delante de nuestras caras, somos de principio a fin una narración.
“Somos hijos del disfraz. Expertos en sombras chinescas a pesar de ser inofensivas, hacen creer que vamos avanzando en medio de la selva”, dice Flores, “…quiere que siga creyendo que la lanza que baila sobre su cabeza no existe… le gusta sentir como su cuerpo poco a poco se convierte en la hoja afilada, la piedra que lo afila, y el filo en un lento vaivén sobre la cabeza del padre de su hijo”. “Nada de eso es cierto, pero la verdad es que desde el principio de los días nos dedicamos a crear pura ficción”.
El último capítulo de Diosas mutantes se abre al infinito, se transforma en círculo. Jano, el hijo, el dios romano de las puertas, los portales, las transiciones, los comienzos y los finales, tal vez le permita a Devy escapar de las pesadillas. Si un escritor es aquel que lee un libro que todavía no existe, tal vez un lector sólo sea quien lo está escribiendo.