Su nombre era Eduardo Rózsa-Flores y su vida fue tan rocambolesca que sirvió como guion de una película, “Chico” (2001), dirigida por Ibólya Fekete. El título no era otro que el apodo con el que se lo conocía, apelando a un gracioso personaje de comic caracterizado por sus travesuras y torpezas. Con él se hizo famoso en un gran número de conflictos bélicos, donde como combatiente defendería causas no siempre razonables o amigas entre sí. En el filme, Rózsa-Flores se interpretó a sí mismo después de rechazar que lo hiciera un actor israelí; en él recorría algunos de los países donde había vivido: Hungría, Croacia, Chile, Albania y Palestina. En cada uno de ellos hablaba en el idioma del lugar, en una exhibición asombrosa de su condición de políglota.

Por aquel papel autobiográfico supimos que nació en 1960, en Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, y que su madre era boliviana, de antepasados catalanes, y su padre húngaro, de confesión judía y militante comunista; que se formó en la academia militar de Budapest, en la misma ciudad donde luego estudiaría literatura comparada; que antes de tomar las armas, había recorrido como periodista las capitales europeas de las grandes manifestaciones secesionistas de los años 80: cubriría la caída del Muro de Berlín, las revueltas en Praga, entrevistaría en Bucarest a los opositores al brutal dictador rumano Nicolae Ceaucescu, finalmente ejecutado junto a su esposa; reflejaría las miserias de un decadente comunismo en Albania y a continuación pasaría a Croacia. Fue allí donde su máquina de escribir y su cámara fotográfica comenzarían a disputarse el tiempo con un fusil, hasta que este último se impuso definitivamente.

¿Qué pasó para que tomara este rumbo? Según confesó en una entrevista, el panorama de muerte e injusticia que tenía a diario ante sus ojos no iba a darle alternativas. “Parecerá prepotente, o a lo mejor hasta autosuficiente, pero fue tal vez la más simple o sencilla decisión que yo haya tomado en mi vida”. Había crecido con el anhelo de imitar al Che Guevara a la sombra de los ideales de su padre, colaborador de la guerrilla boliviana. “No lo niego; si en ese entonces algo brillaba ante mis ojos, era la figura del Che, la guerrilla truncada y la necesidad de continuar lo que ellos no habían podido llevar al éxito”, le dijo al periódico El Deber en 2005. Su espíritu rebelde se avivó cuando la familia, perseguida en su país, debió huir al Chile de Salvador Allende. En su adolescencia sería testigo del golpe de estado de Augusto Pinochet y posterior represión de la dictadura militar triunfante. De allí también debió escapar. Ya refugiado en Suecia, se declararía decepcionado por las estructuras anquilosadas del comunismo soviético, ajeno a las realidades de América Latina. Hacía en este punto una observación exculpatoria: “El Che, para mí, entre otras cosas, fue una víctima más del estalinismo. Y como militar, un ejemplo. Ejemplo como pensador militar, y ejemplo en lo moral también”.

Por su papel en los Balcanes, Chico alcanzó el grado de comandante de las Brigadas Internacionales. En reconocimiento a su valor, se le otorgaría la ciudadanía croata. Por entonces, tenía algo muy claro: con el enemigo, no había lugar para la compasión. “En sus ojos no ves a sus muertos, sino a sus víctimas”, relata en la película. A partir de aquí, sólo se pueden observar trazos gruesos en su vida, antecedentes difíciles de comprobar y, en la superficie, un gran alarde propagandístico de guerrero sin fronteras, en una lucha permanente a favor de los pueblos oprimidos. Desde afuera, sin embargo, se veía en él un mar de contradicciones, con apoyos a gobiernos y corrientes políticas altamente cuestionados, a lo que habría que sumar una llamativa inestabilidad en su fe: Había sido miembro del Opus Dei, luego abrazó el judaísmo y finalmente se convirtió al islam.

Mientras tanto, quienes buscaron reducirlo a la categoría de personaje pedante y estrafalario, se preguntaban cómo obtenía su sustento, o bien, quién financiaba sus actividades. Dejaban traslucir que detrás de él estaban, en principio, los servicios secretos húngaros y a continuación todo aquel que quisiera pagar a un mercenario dispuesto a luchar por cualquier causa sin reparos ideológicos o morales.

Chico, o Rózsa-Flores, participó en varias películas y documentales, escribió una decena de libros y fue un activo conferenciante en las universidades húngaras. En sus charlas con los alumnos explicaría su papel en los conflictos en los que había participado y daba su visión sobre el estado de las relaciones internacionales con una activa invitación a rebelarse contra el orden establecido del momento.

En 2008, volvió discretamente a Bolivia junto al húngaro Árpád Magyarosi y el irlandés Michael Martin Dwyer. Al año siguiente, las fuerzas militares, en un operativo especial, irrumpirían en el hotel Las Américas de Santa Cruz de la Sierra donde se alojaba, apagarían las cámaras de seguridad y lo acribillarían a balazos junto a sus compañeros. Se los acusó de pertenecer a una banda de extremistas de ultraderecha financiada por el empresario Branko Marinkovic y gobiernos extranjeros con el fin de dar un golpe de estado y asesinar al presidente Evo Morales.

Hubo muchas versiones sobre estos acontecimientos y hasta hoy perduran las dudas sobre el carácter victimista y exagerado de la versión oficial; lo cierto es que, antes de partir hacia su país, Chico había dejado grabada en Hungría una entrevista que sólo debía ser emitida en caso de que no saliera vivo de aquella aventura. En ella aceptaba ser parte de una conspiración. “No voy allí a jugar al Che. Voy por una causa noble. Estamos preparados para declarar en pocos meses la independencia», dijo. ¿Algún temor? “No tengo miedo de morir. Si pasa algo en mi tierra natal, eso estaba escrito”.

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Walter Gallardo – Periodista tucumano radicado en España.