Me acuerdo de que iba llorando por un problemita familiar que después se convirtió en la mayor alegría de mi vida. Tenía 18 años (¿añitos?) y caminaba mirando el piso con la angustia e impotencia que se magnificaban a mi corta edad. Apenas veía las baldosas porque las lágrimas me nublaban los ojos. Y me acuerdo de que ese día, bajo un sol insufrible y tucumano de febrero, fue la última vez que lo sentí.
Los pasos atolondrados de cuatro chicos que no pasaban los 12 años me sacaron de mi menuda crisis existencial. "¡A ella! ¡A ella!" En medio segundo estaba rodeada. Dos sostenían los baldes y los otros me apuntaban con una sonrisa maliciosa y triunfante. Entregada, ofrecí mi espalda. Dos bombuchazos furiosos empaparon mi remera blanca. ¡Cómo olvidarme de ese dolor infanto-adolescente! "¡Se te ve todo el corpiño!", gritaron a coro, felices de mirar una tirita de más en una época en que googlear no era parte de la diversión masculina.
Esa fue la última vez que, pese a la tristeza, viví la adrenalina de estar en medio de una guerra de bombuchas en la que siempre terminaba perdiendo. No me quejaba: era la atractiva tensión de salir de casa sin saber cómo volvías, la alegría de que los chicos del barrio te persiguieran con bombitas de colores porque, al margen de la excusa del carnaval, era un modo de presumirte. Y el "no me mojes porque te mato" era una vil mentira. Porque queríamos que nos mojaran, queríamos correr a toda velocidad con las amigas con el único fin de que nos alcanzaran.
No recuerdo en qué momento dejé de ser posible objeto de bombuchazos. Pero no pasó nunca más. Y lo que es peor: volví a ver grupos de muchachitos con baldes repletos de bombitas de colores, pasé al lado de ellos y hasta les dirigí una mirada cómplice como de "vamos, chicos, no soy tan mayor, un bombuchazo y no me enojo". Pero nada. Y así muchas veces. Hasta que pude salir a la calle sin temor al carnaval, como una señora a quien, claramente, ya es más que aburrido perseguir a bombuchazos.
Han pasado 12 años desde aquella siesta calurosa y, pese a que los chicos ya casi enterraron las bombuchas de colores y quizá formen parte de un carnaval virtual, yo les pido que, si deciden volver a jugar, pasen por la puerta de casa y me peguen un bombuchazo bien fuerte en la espalda, que me empape la remera y me haga sentir de nuevo la magia de ser adolescente.