Y pensar que mientras vivía en Buenos Aires se iba en ómnibus hasta un comedor infantil en el barrio porteño de Lugano todos los domingos por la mañana. Y que visitaba solo y sin custodia a sus "curas villeros" en las mismísimas villas en las que trabajaban. Y que prefería ir caminando a todos lados para aprovechar el tiempo y rezar el rosario. Y que, y que, y que... En la vida del sacerdote Jorge Bergoglio sobran los ejemplos de humildad. Pero ahora, convertido en Papa, los escenarios cambian: ese cura de sencillez casi extrema que supo elegir un modestísimo departamento junto a la Catedral porteña en vez de la lujosa residencia que le correspondía como arzobispo y cardenal, tiene destinada, nada más y nada menos, que la iglesia más grande de la cristiandad (ojo: no sólo por el tamaño).
Cuando los turistas, entre ellos este cronista de LA GACETA, ingresan a la Basílica de San Pedro, los guías les dicen: "tómese un momento y observe la magnificencia del lugar; deje que la sensación de inmensidad invada su alma, como cuando mira el mar". Pero la inmensidad es la parte obvia de la experiencia. Lo que golpea, lo que agobia, lo que abruma, es el peso inconmensurable de 2.000 años de fe, la enumeración de los santos que están sepultados ahí, la presencia insoslayable de algunas de las obras de arte más valiosas de la humanidad, la certeza de que debajo de esas bóvedas que miden lo mismo que un edificio de 15 pisos se encierra, en cierto modo, gran parte de la esencia de nuestra cultura.
Por eso, cuando uno se detiene frente al altar principal -reservado únicamente para el Pontífice y llamado el "de la confesión"- se le hace inevitable intentar ponerse en los zapatos negros y gastados del Papa de la cruz de metal y preguntarse: ¿Qué sentimientos lo invadirán cuando le toque oficiar misa debajo del tabernáculo que creó Bernini (una de las esculturas más importantes del barroco romano)? Quizás muchos o quizás ninguno. Probablemente, el hecho de celebrar justo encima de la tumba de San Pedro sea lo que le cause a este jesuita un remolino en el alma. Debajo de ese altar (varios metros más abajo) está el sitio donde, según la tradición cristiana, fue sepultado el apóstol preferido de Jesús, el primer Papa.
Ese punto es el corazón de la basílica y, sin dudas, también el corazón de la Iglesia Católica. Por eso, el techo que lo cubre es acorde a su importancia. Cuatro columnas de 45 metros de altura por 70 (metros) de diámetro sostienen la cúpula que proyecto Miguel Angel y que se levanta hasta los 136. Sí, Miguel Ángel. Es que cuando los guías cuentan la historia de esta iglesia, los nombres ilustres de los artistas que trabajaron en su construcción aturden: Rafael Sanzio, Miguel Ángel, Bernini, Doménico Fontana...
Si usted, lector, imagina que visitar la basílica cuesta una fortuna se equivoca. Para entrar no hay que pagar nada, sólo es necesario hacer cola y superar una prueba de seguridad con scanners y detectores de metales. Incluso, los tours son bastante accesibles si se los compara con otros paseos: 5 euros la audioguía (una especie de teléfono con el que se puede escuchar la historia en varios idiomas) y 15 las visitas con guías de carne y hueso de El Vaticano. Vale la pena pagarlos. Mucho más si se tiene en cuenta que ese será uno de los templos en los que el Papa argentino oficiará las misas más importantes.
A partir de ahora, a ese hombre que viajaba en los vagones de madera de la línea A del subte porteño se lo verá presidir ceremonias (de hecho, ya se lo vio al principio de su misa de iniciación del Ministerio Petrino) en ese templo que guarda obras como La Piedad, que Miguel Ángel esculpió cuando tenía apenas 24 años; la estatua de bronce de San Pedro, cuyo origen es incierto; la estructura de bronce de la Tribuna de la Cátedra que realizó Bernini, y el mosaico del altar de la Transfiguración, que Rafael Sanzio terminó en 1520.
Esta iglesia de atmósfera invernal y gris es, además, el sepulcro de santos y beatos. Sin contar a Pedro, allí están los restos de, por ejemplo, San León Magno, San Pío X y San Juan Crisóstomo, y de los beatos Juan XXIII y Juan Pablo II. De hecho, la capilla de San Sebastián, a donde el cuerpo del Papa polaco fue trasladado en 2011, parece irradiar calidez en medio del frío de la historia. Quizás sea por la cantidad de personas que se detienen a rezar allí o quizás porque proyecta el recuerdo de un hombre que enamoró al mundo.
Los números de este templo también sorprenden. Mide 190 metros del largo. Es decir, es el más grande de la cristiandad. Porque supera a otros colosos, como Notre Dame, en Paris, que mide 130, y Westminster, en Londres, cuya longitud es de 110. Por eso, el cura que daba misa en las capillas de los barrios de Buenos Aires puede estar seguro de que en su nuevo templo hay espacio de sobra: posee capacidad para recibir 20.000 fieles.