Dulce, pero con la cantidad justa de caramelo para no quedar empalagado cuando se termine la bolsa. Crocante, cuya prueba de calidad se nota cuando se produce un suave sonido al masticarlo y cuando se revuelve el balde con los dedos ya pegajosos. Tibio, porque está recién hecho y así su aroma invade toda la sala, y su estela se desplaza hasta una cuadra antes de llegar al cine. Así debe ser el pochoclo ideal, capaz de salvar cualquier película y también de arruinarla (el peor es el que llega a tu boca apelmazado, gomoso y se pega en los dientes).
El acto heroico sucedió durante la proyección de "El Reino de los Cielos" o "Cruzada", ¿alguien la recuerda? El estreno fue en 2005 y el protagonista era el reciente galancito de Hollywood (o Légolas en "El Señor de los Anillos") Orlando Bloom. La sala estaba casi vacía, lo que ya parecía un mal presagio. Las escenas que iban llegando eran lentas, había poco diálogo y las actuaciones no eran más que flojas. A los 15 minutos ya se escuchaban susurros y las butacas se movían por la búsqueda de la mejor posición para combatir el aburrimiento precoz, que se extendería por unos 145 minutos. Pero los baldes y las bolsitas plásticas repletas con las pequeñas delicias doradas seguían con su concierto constante: nadie se iba -según una teoría poco probable- porque querían seguir disfrutando de lo que tenían en sus dedos, porque en la calle no tiene el mismo sabor. Además, estaban en el cine indicado: ese que queda cerca de casa; ese que un día estuvo por cerrar y que un grupo de amigos lo abrazó para que otra vez no nos arrancaran parte de nuestro pasado; ese que tiene las butacas incómodas, viejas, pero que me recuerda a las salidas con papá y mamá décadas atrás. Sí señores, ese tiene el mejor pochoclo.