En 1840, Juan Manuel de Rosas resolvió terminar con el gobierno opositor de Tucumán, que desempeñaba Bernabé Piedrabuena. A ese efecto, confió al general Gregorio Aráoz de la Madrid la misión pública de recoger las armas enviadas para la guerra con Bolivia, y la misión secreta de derrocar a Piedrabuena.
Un testigo de aquellos días, Benjamín Villafañe, en sus "Reminiscencias históricas de un patriota", narra una anécdota de La Madrid recién llegado a la ciudad. Cuenta que el guerrero tucumano tenía aquí un admirador, "un negro viejo conocido con el nombre de Montaño", que había servido a sus órdenes en las guerras contra Quiroga.
Cuando La Madrid lo vio, lo estrechó en un abrazo y le entregó unas monedas, que el negro recibió tras besar la mano del general. Pero este le extendió, además, un manojo de cintas coloradas, que llevaban leyendas de "vivas" a Rosas y de "mueras" a los unitarios.
Entonces Montaño, cuenta Villafañe, "dio un paso atrás". Contempló las cintas, vaciló un momento y después las tiró al suelo, procediendo a pisotearlas. Dijo: "Todo, todo, menos eso, mi general". Y, "en ademán de devolver las monedas, recibidas se puso a llorar". La Madrid, al recordar esto, decía a Villafañe que "ese negro acabó de partirme el corazón, tan desgarrado ya".
Como se sabe, la misión de La Madrid terminó como Rosas nunca lo hubiera imaginado. El gobierno tucumano se pronunció contra el dictador, y La Madrid se adhirió a esa postura. Retomando su antigua condición de unitario, arrancó de su chaqueta la cinta federal, se puso una celeste y terminó nombrado jefe de la fuerza militar que empezaba a formar para resistir a Rosas.