El doctor Ernesto Eudoro Padilla es una figura mayor en la historia de Tucumán. Su acción llena la primera mitad del siglo XX. Está ligada a las más nobles iniciativas para el progreso y la cultura de la provincia, y la extendió generosamente hacia muchos otros puntos de la región noroeste.
Nació en Tucumán el 5 de enero de 1873. Su padre fue el industrial azucarero José Padilla, cuya progresista intendencia municipal significó, para la ciudad, nada menos que la llegada de la luz eléctrica y la apertura de las cuatro avenidas, entre otros adelantos. Su madre era doña Josefa Nougués, también de una destacada familia industrial.
Padilla era un chico travieso. Alumno de la Escuela Normal, sus diabluras le valieron que lo expulsara el director Paul Groussac. Su padre lo mandó entonces interno al severo Colegio de la Inmaculada, en Santa Fe. Ya calmado gracias al rigor de los jesuitas, volvió a Tucumán y terminó el bachillerato en el Colegio Nacional, en 1889.
Pasó a estudiar a la Universidad de Buenos Aires. En seis años se recibió de abogado y de doctor en Derecho, con la tesis "Breve estudio sobre las leyes de irrigación", que mereció la medalla de oro. Por un tiempo dictó como suplente la cátedra de Filosofía de la casa, y luego regresó a Tucumán.
Abogado y político
Abrió estudio de abogado, a la vez que iniciaba, en las filas liberales, una militancia política que no se detendría durante las siguientes cuatro décadas. Fue dos veces diputado a la Legislatura, entre 1897 y 1903: al fin de su segundo período, en simultaneidad -entonces permitida- con su primera banca de diputado nacional por Tucumán, para el período 1902-1906. En esa época, le dieron notoriedad sus resonantes intervenciones como opositor a la ley de divorcio, que le valieron felicitaciones hasta de Santa Sede.
Fue miembro de la Constituyente de Tucumán de 1907, y en 1911 regresó a la Cámara de Diputados de la Nación otra vez, hasta 1913. Con Juan B. Terán, Miguel Lillo, Alberto Rougés, Ricardo Jaimes Freyre, José Ignacio Aráoz y Julio López Mañán, integraba el grupo brillante de la "Generación del Centenario" que aspiraba a dar rumbos inéditos a la vida de la provincia.
Progresista gobernador
En 1913, fue elegido gobernador de Tucumán. No lo amilanaron las dificultades económicas creadas por la Guerra Mundial. Puso en marcha la Universidad de Tucumán, proyecto de Juan B. Terán convertido en ley el año anterior. Fundó, en 1915, la Caja Popular de Ahorros de la Provincia. Inauguró el Museo Provincial de Bellas Artes y el tren rural que unió la ciudad con el pie del cerro.
Valorizó como nadie a los maestros, edificó escuelas -entre ellas la monumental "General Belgrano"- a tiempo que impulsaba por todos los medios la creación cultural y científica. Concluido su mandato en 1917, no aceptó ser nuevamente candidato en 1921. Prefirió regresar en dos oportunidades -de 1918 a 1922 y de 1924 a 1928- a la Cámara de Diputados de la Nación, representando a Tucumán.
Apoyo a todo adelanto
No hubo iniciativa de progreso para la región y para el país que no defendiera desde su banca. Tanto se ocupó del carburante nacional como de la represión del "dumping"; de la protección del arroz y del azúcar; de las tarifas ferroviarias; del ferrocarril del Salta a Antofagasta; de las cuestiones de límites interprovinciales; del exceso de impuestos internos. Esto, para citar sólo algunos de los muchos temas que abarcó su intervención sólida y documentada en las sesiones del Congreso. Uno de los proyectos más importantes de su autoría, fue la construcción del dique de Escaba, obra que se ejecutó muchos años después.
A pesar de haber demostrado, en todos sus actos, ser un demócrata auténtico, creyó en la revolución de 1930 y aceptó ser ministro de Justicia del gobierno provisional del general José Félix Uriburu. Años más tarde, en 1941, tendría bajo su responsabilidad la ciudad Capital, como presidente de la comisión interventora del Concejo Deliberante de Buenos Aires, hasta 1943.
Embajador en la Capital
Con esto se cerró la actuación política de Ernesto Padilla. Pero de ninguna manera su tarea infatigable de verdadero "embajador de Tucumán en Buenos Aires", que seguiría desempeñando hasta su muerte. Ante cualquier requerimiento de la cultura, Padilla se movilizaba de inmediato. Golpeaba las puertas de los Ministerios y de sus amistades. Lizondo Borda destacaría que, a la edad en que todos se retiran, "él siguió interesado, más activo que nunca en su noble y alta misión de servir".
Los fondos para editar el primer tomo del célebre "Genera Plantarum", del Lillo, se obtuvieron gracias a su esfuerzo, como también los necesarios para imprimir los afamados "Cancioneros" de Juan Alfonso Carrizo, por ejemplo. Logró la reedición de joyas bibliográficas ilustradas, como "Hacia allá y para acá", de Florian Paucke, o la "Excursión arqueológica", de Liberani y Hernández, que prologó. Asimismo, obras de Samuel Lafone Quevedo, de Adán Quiroga, de Enriqueta Lucero y varios otros.
Con la ciencia y la cultura
Gran amigo y admirador de Miguel Lillo, el sabio incluyó a Padilla entre los miembros de la Comisión Vitalicia encargada de velar por su legado científico. A su gestión se debieron los primeros subsidios que recibió la Fundación Lillo, y los fondos para ampliar su edificio.
Padilla mantenía correspondencia con todos los historiadores, científicos y literatos del noroeste argentino. Lo consultaban para sus trabajos, o le solicitaban un apoyo económico que nunca tuvo pereza para lograr. Era un gran conocedor de nuestra historia, y compuso trabajos monográficos -como "Datos sobre geografía prehispánica de Tucumán"- que revelaron la profundidad de su erudición documental y de sus reflexiones. Pero aclaraba siempre que sólo aspiraba a arrimar referencias a los historiadores. En la disciplina, se autotitulaba modestamente un "capachero", de esos que acercan a los albañiles la argamasa para levantar paredes. Era un incansable buceador en las tradiciones populares, e impulsaba todo lo que significase su rescate y valorización.
Aunque pasen los años
Los jujeños lo consideraban un verdadero "patriarca de la Quebrada", por las incesantes gestiones de Padilla destinadas al que el Gobierno Nacional atendiera sus problemas de salubridad, de vialidad, de agua potable y de energía. Gracias a él se instaló la usina hidroeléctrica de la Quebrada del Diablo; se restauraron el Cabildo de Humahuaca y numerosos templos, además de hermosearse toda esa zona con magníficos monumentos escultóricos.
No parecía sentir el peso de los años. Alberto Rougés se lo dijo en una carta. "No habrá jubilación, nunca podrás dormir, tienes el privilegio de ser uno de los elegidos. En cambio, podrán jubilarse, podrán reposar, los vigías mercenarios, los que la torpeza de nuestra política pone donde no debieran estar".
Figura cautivante
Lizondo Borda recuerda que, físicamente, era "hombre de aventajada estatura y de porte arrogante, que imponía; aunque sus maneras suaves, su voz fina, su sonrisa benévola, luego a todos cautivaban". Para este testigo, "era tan bueno, que a veces fue un ingenuo". Se mostraba, "natural y crédulo, sin ninguna malicia". El doctor Padilla falleció en Buenos Aires el 23 de agosto de 1951, poco después de regresar de su última visita a la provincia natal.
Una emotiva página de Guillermo Orce Remis expresa que Padilla "vio pasar la política con gesto cansado" y que "trató de habituarla a más altos planos, a un raro aire". Así, además de gobernante y de realizador, "conversó con los poetas, investigó con los etnólogos y defendió su alma. La mantuvo por sobre todas las cosas, sobre las acechanzas de todas las políticas y los ardides de todos los partidos".
Y "mientras tanto soñaba con Huaytiquina, y en sus rieles tocando costas, en los diques que debían dar toda el agua del mundo a Tucumán. No hay otro paisaje, allí están todos los colores. Y pide y clama la gran poesía para Tucumán. El azul de todo atardecer, el violeta de cualquier jacarandá, son azules y violetas Tucumán. Y seguramente -no lo dudo- su Dios personal hablaba con tonada: la lenta tonada del valle de Tafí".