La casa no es una casa sino una pieza. La pieza no es una pieza de cualquier casa: una cama matrimonial, un paso, otra cama, otro paso, una cocina, el ventilador, otro paso, un inodoro, y se acabó. Los pisos de tierra están barridos y todo luce impecable. Juan Alberto Carabajal abre la puerta de madera tambaleante con su sonrisa como protagonista. Y se dispone a contar su historia: tiene 18 años, trabaja como carrero de día, estudia de noche y ha logrado el primer puesto de la región en el examen de ingreso para la Armada Argentina.
La rutina de Juan no es una rutina cualquiera. La compu queda muy lejos de la villa Rosa Mística, el asentamiento en el que vive desde hace cuatro años junto a sus padres adoptivos: Rosa Paula Romero, de 61 años, y Manuel Antonio Pereyra, de 67. Allí también duermen muchos de sus sobrinos.
Rosa tiene 10 hijos. El más chico es Juan. Se lo "regalaron" cuando era un bebé de sólo cuatro meses. "Su mamá era muy pobre y no lo podía cuidar. Yo también era muy pobre, pero un poco menos, así que me quedé con él. Al principio, no quería adoptarlo con papeles porque pensé que su mamá lo iba a buscar un día...", cuenta la mujer.
Ese capítulo de su vida no parece pesarle a Juan. De hecho, hace poco tiempo buscó a sus padres biológicos y ahora le da una mano a su papá vendiendo verduras en un carro por la zona de El Triángulo. Gana $ 50 por día. Con eso ayuda para que nunca falte un plato de comida en casa.
Sueño cumplido
Carabajal siempre fue visto como un héroe por sus hermanos. Ninguno de ellos llegó más allá del tercer grado. Juan tenía algo especial, dice la mamá Rosa. Cada día, se calzaba rápido el guardapolvo para llegar a tiempo a la escuela. Tenía asistencia perfecta y logró ser abanderado de la secundaria. Muchas veces tuvo que estudiar a la luz de la vela. O llegar desvelado a clases porque tenía que hacer las tareas después de terminar su jornada como vendedor ambulante.
"Siempre me gustó estudiar. Yo quería ser abogado, o cursar Ciencias Políticas. Pero no había plata para pensar en la universidad", explica. Y los días pasaban sin pena ni gloria hasta que un amigo se acercó a su carro y le contó que iba a anotarse para ingresar a las Fuerzas Armadas. "Es trabajo seguro. Y podés viajar", lo entusiasmó. A Juan también le gustó la idea de ponerse el uniforme. "Eso te da jerarquía", dice ahora.
Así fue que se anotó, se preparó para ingresar y obtuvo el mejor promedio entre todos los postulantes del noroeste argentino y el cuarto lugar en todo el país. De a poco, va cumpliendo su sueño: dejar la villa y convertirse en una persona importante, un proyecto que también lo ayudó a alejarse del alcohol. "Estaba tomando mucho y no me gustaba porque era algo que ya no podía manejar. Ahora, no he vuelto a salir los fines de semana y me cuido", confiesa Juan, dueño de un cuerpo largo y flaco y de una mirada tímida.
Siempre está alegre. Asegura que no le pesan los obstáculos que tiene para estudiar. Pero que a otros chicos de su edad y de su barrio sí les pesan. "No es fácil salir de la pobreza. Quiero un gran futuro para mí. Me gustaría vivir en la ciudad (por Buenos Aires), tener una casa grande y formar una familia", proyecta, mientras abraza a su novia Flavia Benítez. Ella tiene 16 años, quiere ser policía y está triste. Teme que pueda perder a su amor. "Es difícil encontrar un chico así por aquí", argumenta.
Después del trabajo de cada día, Juan se lava, se cambia y parte a la delegación tucumana de la Armada. Cumple con rigurosidad las tareas que allí le asignan, desde las 15 y hasta las 20. El 3 de febrero se irá a vivir a Buenos Aires, adonde deberá elegir una carrera dentro de la Armada. Tendrá que estudiar entre un año y dos años y medio, depende lo que elija dentro de las 45 opciones que tiene. Por ahora, las especialidades que más le atraen son Informática y Turbinas. "Siento que es un orgullo defender mi patria", dice sentado sobre la cama en la que duerme con sus sobrinos.
Las callecitas de tierra casi no tienen huellas y sólo los pájaros irrumpen en medio de un silencio tranquilizador. "Voy a extrañar mucho ese lugar", dice. Mientras tanto, por la grieta de una puerta, su compañero de ruta, su carro, se deja espiar reposando bajo los árboles. ¿Quién sabe si volverá al ruedo después de febrero?