Pasan los días y se diluyen las expectativas generadas tras los cambios en el gabinete. Más allá de algunos débiles indicios, todo sigue, por lo menos, igual. Es que no ha cambiado la dinámica económica previa a las modificaciones ministeriales. Se mantienen intactos los principales síntomas del desequilibrio macroeconómico. Las reservas internacionales no dejan de caer; sigue el estrés en el mercado cambiario y la inflación no cede. Además, la medicación tampoco se ha modificado. Para frenar la caída de reservas, se profundiza el cepo, y a dos años vista de haber introducido este control de cambios, lejos de desalentar la demanda de dólares, la ha potenciado. Se aceleró la tasa de devaluación oficial y se incrementó el recargo para gastos en el exterior del 20% al 35%. Es decir, más dosis de lo mismo. Medidas que no solucionan nada, sirven para comprar tiempo. Para atacar la inflación, se vuelve por enésima vez a los endebles acuerdos de precios. Mientras, seguramente se procura avanzar con algún acuerdo con organismos internacionales que permita el ingreso de fondos frescos para reforzar las debilitadas reservas y despejar la angustia devaluadora. Pero es muy difícil que lleguen, mientras no cambien los lineamientos generales de la política económica.
¿Por dónde pasa hoy el problema cambiario? La raíz de lo que sucede en este aspecto tiene que ver directamente con la oferta y la demanda de dólares. El gobierno necesita dólares para importar cantidades crecientes de energía (U$S 12.000 millones este año); además, utiliza las reservas para pagar deuda y la oferta de moneda extranjera se alimenta sólo de las exportaciones, porque no hay ingresos de capitales. Como el tipo de cambio nominal (la cantidad de pesos por cada dólar), se fue atrasando en relación al resto de los precios, esto es se abarató relativamente el tipo de cambio real. Tal situación produjo un exceso de demanda que sólo se corrige mediante una significativa devaluación o bien se financia con caída de reservas. Y esto es lo que está sucediendo, un mix entre ambas herramientas para equilibrar el mercado de cambios. Pero, dado que la inflación es elevada, al acelerarse la tasa de devaluación, alimenta la inflación, con lo que sigue el retraso del tipo de cambio. Esto, a su vez, alienta expectativas devaluatorias, lo que fortalece la demanda de dólares, ya que el que necesita dólares se apura a comprarlos y el que los tiene trata de no venderlos, porque espera que suba la cotización. Por eso, los que acumularon bienes exportables, como soja, no tienen incentivos a desprenderse del producto, puesto que esperan que continúe subiendo el tipo de cambio.
En simultáneo, el Gobierno intensifica las restricciones para hacerse de moneda extranjera, encareciendo en un 35% los gastos efectuados en el extranjero con tarjetas de crédito y débito, como así también para la compra de dólares. Y como pasa siempre, intensificar las restricciones en el mercado formal, lo único que logran es fortalecer el mercado informal. El gobierno insiste con una receta que no sólo no ha dado resultados, sino que agravó el problema.
Por estos días el principal desafío del Gobierno pasa por reducir las expectativas de una megadevaluación. Por ello, insiste con las restricciones al dólar y procura avanzar con cierta normalización en las relaciones financieras internacionales que permitan bajar el riesgo país y volver, eventualmente, a los mercados crediticios. En este marco se entienden los atisbos de encaminarse hacia posiciones más moderadas, avanzando en una negociación con Repsol, tras la expropiación, y la decisión de pagar los litigios perdidos en el Ciadi. Pero, volver a los mercados financieros internacionales, implicaría desdecirse del machacado proceso de desendeudamiento. Con lo cual la probabilidad de que esto acurra es baja.
Así, los cambios esbozados, hasta ahora, resultan muy insuficientes. Sólo hay cirugía menor y no se ataca la raíz de los problemas. No mermarán las expectativas de devaluación y obligarán al Gobierno a seguir tomando acciones transitorias, en la medida que no se reconozca que:
• Se agrava el desequilibrio fiscal. El déficit de la Nación y las provincias alcanzaría al 5% del PBI este año. Tal desequilibrio se financia de manera creciente con emisión monetaria y uso de reservas internacionales.
• Hay desajustes en los precios relativos. El atraso cambiario, que se trata de corregir acelerando la devaluación, pero que requiere que los costos laborales aumenten menos que el tipo de cambio oficial. De lo contrario es subir todo en escalones, pero no hay soluciones.
• Hay creciente desabastecimiento energético. Implica incrementar las importaciones de combustibles y gas que cuesta más divisas. Acuerdos con compañías extranjeras exigen un marco regulatorio estable.
• Crecen los subsidios a las tarifas de servicios y al transporte y más gasto público improductivo lleva a mayor presión fiscal lo que afecta la inversión y alienta presiones inflacionarias.
• La inflación, que no se resuelve acordando precios. Requiere incrementar la producción de bienes y servicios, lo que está ligado a la inversión. Esto precisa condiciones relacionadas con la seguridad jurídica, el financiamiento, las perspectivas generales de la economía.
• Se ha deteriorado la credibilidad. Recuperarla exige introducir un programa económico consistente, bajando la inflación sin producir tensiones sociales.
Los plazos de las medidas cosméticas se reducen, y ya sobra evidencia que desalentando la compra de dólares es limitarse a actuar sobre los síntomas no sobre las causas. El Gobierno está en la disyuntiva. Medidas superficiales con riesgos de profundizar los desequilibrios o medidas de fondo que permitan ganar credibilidad y evitar mayores problemas. Esta disyuntiva dependerá de la respuesta a la siguiente cuestión: ¿hasta dónde llegará el sinceramiento del Gobierno?