El 21 de julio de 563 a. C fue un día glorioso y también oprobioso. Glorioso porque a las siete de la tarde nació el gran conquistador Alejandro Magno. Y oprobioso, porque a esa misma hora un pastor llamado Eróstrato inició el fuego que horas después acabaría con una de las siete maravillas del mundo: el templo de Artemisa. El incendiario en cuestión -un hombre simple que había sido puesto bajo la tutela de la misma diosa-, fue apresado de inmediato mientras gritaba su nombre entre las ruinas candentes del templo. Furioso por semejante osadía, el rey persa Artajerjes (por entonces conquistador de Grecia) ordenó que Eróstrato sea ejecutado sin ningún tipo de juicio. Antes de morir, mientras era torturado, el modesto pastor contó cual había sido el motivo que lo llevó a incendiar el templo: quería ser famoso. Lo que más deseaba en la vida era que su nombre se conociera en todo el mundo. Ante esta revelación, Artajerjes decretó entonces -y sus decretos eran casi una ley divina- que el nombre del insensato jamás sea pronunciado en su reino. Una condena que nunca se cumplió del todo, porque los historiadores registraron el hecho y, por supuesto, Eróstrato se volvió famoso.
Hoy su nombre es muy conocido en el ámbito de la psicología, ya que los analistas han llamado “complejo de Eróstrato” al trastorno obsesivo que lleva a una persona a querer sobresalir a toda costa. Un trastorno que adquirió una dimensión alarmante en las redes sociales. Twitter, por ejemplo, se ha convertido en un universo en el que todos quieren estar, sin importar el costo. Para las celebridades, tener un gran número de seguidores representa publicidad ya que los medios informativos tradicionales hacen eco de lo que pasa online. Pero, para las personas comunes, esa red social se vuelve una tribuna; como lo era el ágora en la Grecia clásica. Muchos suben fotos y videos hasta de sus acciones más intimas, sólo con el propósito de mostrar que existen. Eso lleva, por supuesto, a cambiar conductas y a vivir de acuerdo al “que dirán” o al “cómo me verán”. Como quien dice, una vida chata y de corto alcance. Tal vez estemos ya en la época en la que Andy Warhol pronosticaba que todos tendremos nuestros 15 minutos de fama, aún a costa de nuestra propia credibilidad.
Según el licenciado Adrián Dall’Asta, de la Fundación Padres, el exhibicionismo es una moda que han adoptado, sobre todo, las adolescentes que buscan ser “populares”. Los varones, en cambio, buscan trascender a través de la violencia en las redes sociales: amedrentar a alguien, insultarlo, amenazarlo y burlarse. A menudo con consecuencias graves. De todas maneras, no hay que confundir este comportamiento con el bullying: acá la finalidad no es herir al otro -más allá de que esto ocurra-, sino llamar la atención y ganar seguidores. Así las cosas, estos modernos imitadores de Eróstrato, ya no pueden concebir la vida desde el anonimato. Ser visibles es, para ellos, sinónimo de popularidad. Y ser popular es la clave de la felicidad. Una visión realmente preocupante de la vida, porque la suma de televisión, internet y redes sociales ha hecho que la popularidad normal y deseable se transforme en una masividad incontrolable, donde las relaciones se vuelven muy efímeras y sólo se calibran en función de los miles de amigos que suman en su perfil de Facebook, sin importar su calidad y los riesgos. Que pena que nuestra existencia se mantenga atada a las redes sociales. Que pena que los chicos valoren más los pulgares levantados de sus perfiles que una buena charla con amigos de carne y hueso. Que pena que la vida se reduzca sólo a mostrar la intimidad a cuanto desconocido se pasea por la red. Que pena que se imite tanto al desdichado Eróstrato.