Las políticas públicas están en la picota, la violencia social se generaliza y mientras tanto el kirchnerismo juega al deporte que más le gusta: la victimización. Entonces, obsesionado por el espejo, le echa la culpa de sus males a quienes se oponen a la instauración de un nuevo Código Penal más benévolo o a los medios que describen lo que ocurre todos los días en todos los rincones de la Argentina o a los “poderes concentrados” que supuestamente quieren desestabilizarlo. Por repetida, la partitura suena cada vez más desafinada, aunque la orquesta siga tocando en la cubierta del Titanic.
Está más que claro que antes de encarar los problemas de inseguridad que acosan a la sociedad, que derivaron como reacción en el inaceptable proceder de muchos ciudadanos que han buscado aplicar justicia por mano propia, una vez más el gobierno de Cristina Fernández se aferra al mismo libreto para imponer sus puntos de vista, tozudez que es mucho más peligrosa en este caso, ya que hay vidas de por medio.
El rechazo adolescente del Gobierno, que ante tan graves circunstancias ponen en franco proceso de descomposición al estado de derecho, se asemeja casi a una cuestión de honor que se supone que tiene que atender prioritariamente para no mostrar debilidad política, aunque la realidad le demuela los argumentos y lo deje una vez más a tiro del ridículo. Ya le pasó en materia económica, con la inflación como emergente de los fracasos y ahora le ocurre con mucha mayor gravedad con este tema tan delicado.
Hasta tuvo que tragarse el sapo que el bonaerense Daniel Scioli haya mostrado mayor compromiso con la gente que el propio gobierno nacional, a partir de la declaración por un año de una difusa “emergencia de seguridad pública” provincial, un anuncio al menos mucho más efectivo que los argumentos ideológicos sobre la falta de inclusión que usó la Presidenta que, tras la “década ganada”, más sonaron a un canto al fracaso que a otra cosa.
El anuncio del gobernador del distrito más grande del país incluyó un listado de 22 puntos específicos con pretensiones de descomprimir la situación: la convocatoria inmediata de personal retirado para tareas de prevención que abarca a 5.000 policías, el pedido de colaboración voluntaria a la seguridad privada, una inversión de $ 600 millones del Banco Provincia para comprar móviles, chalecos antibalas y otros equipamientos, la coordinación con los municipios en varios aspectos operativos, el pedido para que la Legislatura sancione el proyecto que envió para la creación de las policías comunales, la construcción de ocho alcaldías con capacidad para 1.000 detenidos y cuatro unidades penitenciarias, un proyecto de ley para crear diez fiscalías especializadas en narcotráfico, etcétera.
Ya se verá cuánto de estas buenas intenciones alcanzan operatividad plena y cuánto del plan resulta efectivo, pero lo que el Estado no podía dejar de hacer era seguir de brazos cruzados haciendo discursos alejados de las necesidades de la gente. En ese aspecto, las dos intervenciones presidenciales de la semana a través de la cadena nacional volvieron a ser cuestiones autoreferenciales, sólo para convencer a los ya convencidos y sin hablar directamente de la inseguridad.
Cristina sólo se permitió el lunes por la noche una referencia al actual estado de crispación social, pidiendo “miradas y voces que traigan tranquilidad, no que traigan deseos de venganza, deseos de enfrentamiento, deseos de odio” y abogando para evitar que se margine a “pobres y negros”, como si la terrible situación en boga fuese de una sola mano.
Desde ya, que el otro vocero del Gobierno, el jefe de Gabinete, Jorge Capitanich, se hizo nudos continuos sobre todo desde sus apuros por instalar temas ininstalables, que ni siquiera son tenidos en cuenta por los medios oficialistas, hasta contestar con referencias laterales hacia la fortaleza del sector de las maquinarias agrícolas cuestiones bien concretas como fue la quiebra de una compañía entrerriana que nunca pagó un crédito que le otorgó esa provincia.
El punto en ese caso no fue tanto la eventual estafa de la empresa, que prometió la construcción de cosechadoras para exportar a Angola y el ridículo al que Guillermo Moreno sometió a la Presidenta al subirla a una máquina frente a la Casa Rosada, sino que había que dejar bien parado al cándido gobernador de esa provincia, Sergio Urribarri que es quien pretende ser el delfín del kirchnerismo en 2015. Más allá de estos temas si se quiere banales sobre las nunca disimuladas ganas que tiene el Gobierno de dictarle la agenda de los medios independientes, el jefe de los ministros también se fue por la tangente para hablar del tema y aunque pronunció un sólido discurso el jueves sobre las cosas que se hicieron de modo indirecto para “invertir en seguridad”, sacó una casi conclusión académica para pedirle a la gente “paciencia y voluntad para construir una sociedad plural y democrática, ateniéndonos al estado de derecho”. Mientras tanto, las balas matan gente todos los días. Voluntarismo puro.
Justamente, la pasividad que muestra la Nación para resolver las demandas sociales está más que cuestionada, sobre todo porque el de Cristina es un gobierno que se ufana de hacer que casi todo gire alrededor del Estado, aunque vive -como probablemente ninguno antes- de los tributos que le cobra al sector privado casi como una exacción, incluido el impuesto inflacionario que ha sabido recrear.
Desde el razonamiento de los críticos del estatismo, también las refutaciones hacia el Gobierno se plantean mucho más fuertes aún cuando se trata de la seguridad, quizás el bien social donde la presencia estatal es imprescindible, ya que el Estado es quien posee el monopolio del uso de la fuerza. Ante el permanente desborde de la delincuencia y la entronización creciente de las mafias de la droga y ante el reemplazo de facto de aquella potestad por ciudadanos enardecidos, surge una primera pregunta para el espanto: ¿el Estado abdicó? También como fuerza política, el kirchnerismo ha quedado en posición de ser juzgado por el propio peronismo por esa probable defección, tras casi once años de vigencia de un régimen que llegó tras la debacle del demonizado neoliberalismo con la pretensión de cambiar la institucionalidad del país, aunque a partir de un modo tan populista, caudillesco y conservador de encarar la cosa pública como el que encarnó Carlos Menem.
Al menemismo, que tenía como banderas al sector privado, la desregulación y la privatización, la antítesis de estos últimos años, en su afán de perpetuarse no le importó sabotear el modelo de libertad económica ni el rol del mercado y, sobre todo, los valores que otros países le han sabido encontrar al sistema como factor de progreso. Menem fue, entonces, el motor del péndulo hacia el estatismo.
Ahora, el gran interrogante que deja el actual proceso en su deslizamiento hacia 2015 es si el amor por el corto plazo, el establecimiento del criterio amigo-enemigo, el cierre de la economía y el vivir con lo nuestro, la preferencia por el garantismo y la no criminalización de la protesta, la admiración por el barrabravismo y la instalación de un relato encantado no han sido vehículos imprescindibles para naturalizar el auge de la delincuencia organizada y, como resistencia, estos inadmisibles desbordes de violencia ciudadana. Si se verifica que son el preámbulo de un nuevo cambio de vientos, ¿cómo se podrá reconstruir un Estado tan irremisiblemente devaluado?