A los pueblos fríos e inexpresivos los impacta la facilidad con la que América Latina se presta al juego de las lágrimas. Hay sociedades en las que los sentimientos se liberan en privado. Otras, como la brasileña, llevan las emociones al nivel de puesta en escena. El llanto de Julio César es el llanto de un país conmovido. “Pero de alegría, ¿eh?, nada de tristeza”, subrayan la TV y los diarios, como justificando semejante catarsis colectiva. Entonces aparece en la pantalla la mamá del arquero, leyendo una carta que le escribió antes del comienzo del Mundial. Una hoja manuscrita amorosa y sentida. Llora la mamá, llora Julio César mientras la lee, llora el presentador de la red O Globo y lloran 200 millones de brasileños. De alegría, ¿eh?
Es que el brasileño no se guarda nada. Si tiene que reírse, lo hace a carcajadas. Si tiene que llorar, lo hace a moco tendido. Y si hay una cámara para capturarlo justo en ese momento, por ejemplo en el estadio Mineirao, mejor todavía. La Sociedad de Cardiología de Belo Horizonte hizo horas extras el sábado, porque cuando un brasileño sufre lo hace en serio. Ninguna procesión va por dentro, la angustia se somatiza en un show de gestos, gritos y también silencios, que se escuchan como alaridos.
La expresividad del pueblo brasileño es uno de los activos de este Mundial. “El fútbol es del pueblo”, se lee en las paredes. El pueblo no va a la cancha durante el Mundial porque no le da el bolsillo para adquirir entradas que están fuera de su presupuesto y porque la FIFA ha convertido los partidos en piezas que deben mirarse como en un teatro. Y el pueblo es música en la cancha, es baile, es el ritual de saltar y saltar. Por eso la Copa se sigue desde los barcitos, en las entrañas de los barrios y al compás de la percusión. Está el Mundial de los turistas, de la TV y de quienes pueden pagar el ticket. Y está ese otro Mundial, genuino y orgulloso, lejos de la cancha pero bien metido en el corazón.
Lloraron abrazados Julio César y David Luiz. De alivio, por supuesto, después de 120 minutos y 10 penales que les dolieron como ganchos que penetran en la piel. Lloraron los chilenos, por y con Gary Medel, el estandarte de la pierna mutilada. Lloraron los uruguayos, antes -con y por Luis Suárez- y después, por culpa de Colombia. Y lloraron los mexicanos en el horno de Fortaleza, donde Holanda obró el milagro. Lágrimas intensas, espesas, absolutamente reales.