Parece superfluo recordar que el tucumano Nicolás Avellaneda (1836-1885), además de un gran hombre de Estado, fue uno de los supremos oradores del civismo argentino en la segunda mitad del siglo XIX.
Amaba la palabra, y así lo declararía en muchos de sus escritos. Una de las cualidades que lo conmovían de su padre -Marco Avellaneda, el “mártir de Metán”- era que Dios “le había dado el doble don del corazón conmovido y de la palabra que transmite sus palpitaciones”.
Suscitaba la gran admiración de Avellaneda, el tribuno francés Antoine Pierre Berryer (1790-1868). Dedicó un largo comentario, en 1883, a la edición póstuma de sus discursos. Al leer sus apreciaciones, uno podría pensar que, en varios párrafos de ese texto, Avellaneda parece estar hablando de él mismo.
A propósito del efecto de los discursos de Berryer editados, en el lector contemporáneo, escribía: “¿Qué impresión va a producir, sobre un público olvidadizo y ligero, esta palabra del orador, recogida mecánicamente por un taquígrafo, extraída de un diario oficial, condensada en páginas numeradas?”.
Era pesimista. “¡Pobre gran orador! ¿Cuál será el efecto de su palabra, fríamente leída, sin el gesto de singular belleza que le daba vida, y sin el poder mágico de aquella voz que nadie olvidó después de haberla escuchado, porque fue armonía para su oído y estremecimiento para su corazón?”
Una vez afirmó que los diarios de sesiones del Congreso, eran “una especie de necrópolis para discursos que nadie recuerda, que nadie consulta, como si les hubieran dado vida otros hombres, otra época, otras pasiones”.