Pasaron tantos años desde la última vez, que cuesta creerlo. Las sensaciones que genera saber a la Selección en la final del Mundial son particulares porque, a pesar de que las preocupaciones de la vida siguen apretando, parece que hay una lucecita de alegría en cada persona con la que nos cruzamos. Por una vez en más de dos décadas, todos (o casi todos) los argentinos compartimos y democratizamos algo de raíz tan individual como la ilusión. Y quizás también la necesidad de una consagración que va más allá de lo futbolístico.
Durante años, a Lionel Messi sus compatriotas lo hemos castigado duro. Entre otras razones, porque no calza en el estereotipo del chico pobre que triunfa -como Maradona, Tévez y otros-, tan valorable y, a la vez, tan lamentablemente escaso. La del mejor jugador del mundo es una historia más ordinaria que la de otros ídolos (dentro de su genialidad) porque se parece en algunos aspectos a la de miles y miles de argentinos anónimos.
Como él, muchos tuvieron que irse del país con el talento a cuestas para poder triunfar. Él fue una más de las víctimas de la crisis del 2001. Cuando en Argentina le llovían las críticas, su imagen se reflejaba en la de aquellos que, en silencio, dejan todo en sus tareas cotidianas (desde un ama de casa hasta un empresario) y que a veces ni siquiera encuentran un gracias a cambio. También se lo puede contar entre los que se fueron y decidieron volver; entre los perfeccionistas que le ponen una cuota de excelencia a su trabajo de todos los días; entre los padres primerizos, entre los tímidos, entre los genios.
Messi no solo es el capitán de la selección de un país de 40 millones de habitantes. Representa a todos aquellos que, más allá de su condición, a diario intentan hacer las cosas un poco mejor, y no siempre reciben aplausos como retribución. Ojalá la ovación de mañana también los abrace a ellos.