Es difícil sacarla de la tristeza a doña Sara Figueroa. A ella, que ha conocido la miel de la fama y el vinagre del olvido en iguales proporciones, le cuesta inclinar la balanza para el lado de la felicidad. En el medio, se queda con una resignación que arde a fuego fuerte. “Es que estoy en la miseria, m’hijo. Tanto que he trabajado en la vida, a tantas personas importantes que he dado de comer y ahora, a los 85 años, esta vieja no tiene ni una casita donde morirse tranquila”, dice, y no puede evitar que una lágrima moje la harina dispuesta en la mesada. La harina, otro día más la harina en sus manos.
Tenía 54 años y todavía peinaba rulos negros como las paredes de un horno de barro. Era 1983 y por primera vez la tradicional Fiesta de la Empanada, en Famaillá, adoptaba la categoría de Fiesta Nacional de la Empanada. Así de grandilocuente se había vuelto el encuentro que todavía hoy reúne a los cocineros con los paladares criollos, cuando doña Sara fue coronada campeona nacional de la empanada. La primera y la eterna, porque hablar de ese manjar argentino, acá en el norte, es hablar de Sara Figueroa.
No era la primera vez que salía destacada en un certamen. Antes había obtenido el segundo puesto y después el primero, cuando la fiesta todavía era provincial. Su popularidad crecía y el premio de 1983 no hizo otra cosa que dispararla a la cima del castillo de las comidas típicas. Entonces se instaló en la ciudad, primero en la feria de artesanos de la calle 24 de Septiembre 351 (hoy el restaurante El Portal) y más tarde al frente, en local propio. Pero esa no era la gloria: subida al carro del triunfo, “Sarita” recorrió toda la Argentina explicando qué era y qué no era la empanada tucumana.
Viajes, empanadas que se iban en avión a quién sabe dónde, presidentes que se las llevaban de a 20 docenas tras sus visitas del 9 de Julio... Festivales, amistades famosas del ámbito del folclore y hasta una zamba a su nombre. Todo era maravilloso gracias al arte del repulgue, hasta que Sara, ya en su vejez, se dio cuenta de que el castillo que le habían regalado había sido construido en harina.
4.30
La monarca de la empanada abre los ojos. Mira a su alrededor y su castillo se reduce a un cuarto de pensión que alquila por poco más de $ 1.000 en la calle Balcarce primera cuadra. Se frota los ojos y toma conciencia, una vez más, de que la gloria no es más que un recuerdo. De tan acostumbrada que está a la rutina, doña Sara, la reina, no necesita -ni tiene- vasallos que acudan a despertarla. “Todos los días de mi vida me levanto a las 4.30 de la mañana, me higienizo y salgo a la calle”, cuenta. El agua en la cara le hace recordar que lo mejor será olvidarse de la joroba que cada vez le pesa más y de los dolores de espalda. “¿Para qué voy a ir al médico? ¿Para que me diga que estoy vieja, que ya no puedo cocinar? Yo si dejo de hacer empanadas me muero”, declara.
5.00
Doña Sara se enfrenta a la calle. No hay nadie y todavía faltan tres horas para que el sol comience a calentar. Ella ya está vestida de cocinera, con su pañuelo blanco en la cabeza para retener su melena gris y caótica. La joroba la obliga mantener los ojos siempre hacia arriba y así saluda a los vecinos que la reconocen, que saben que es la reina. “Todos los días las mismas caras me saludan con mucho cariño y amabilidad. A mí la gente me quiere y cuando me dicen famosa, yo les digo que no, que soy la Sara y nada más”, dice con el ceño fruncido. En el trayecto hacia su cocina, donde hará la masa para entre 10 y 20 docenas diarias, solamente la acompaña el cielo. “Yo tengo un Dios aparte, que me cuida en el camino. Me encomiendo a él y comienzo a caminar despacito hasta llegar”.
5.30
Sara saca el candado de un pequeño local en Virgen de la Merced primera cuadra, frente a la vieja Legislatura. Lo saca y rápidamente lo vuelve a colocar. “Es que los lunes vienen los muchachos medio machaditos después del baile y a mí me da miedo porque estoy solita”. La campeona tiene cuatro hijos, dos mujeres y dos varones. Solo uno de ellos vive en Tucumán y, además de su lucha por la tradición de la empanada, Américo es la razón de su existencia. “Está muy enfermo y todavía no pueden saber qué tiene. Tiene 42 años, pero depende de mí para todo. Me pone muy mal pensar qué va a ser de él cuando yo no esté”. La primera lágrima cae en la mesada.
7.30
Llega Amalia Ruiz, de 59 años. Ella acompaña a Sara desde que salió campeona y, según la monarca del repulgue, es la única y auténtica heredera del trono. “Ella es la única que puede hacer empanadas iguales a las mías. Sabe todo, aunque entró sin saber nada. Ella me pica la carne porque yo ya no puedo tanto”, dice Sara. Amalia está colorada como su campera. “Antes de conocerla a la campeona, yo no sabía hacer ni fideos hervidos. Ahora lo único que hago son empanadas, para ayudarla”. La primera carcajada de la mañana rueda sobre la mesada. A doña Sarita se le marcan todas las arrugas y por un instante es feliz.
10.00
Sara vuelve a la calle. Camina lentamente con su canastita hasta el frente de la Casa Histórica, donde todas las mañanas vende sus empanadas como una ambulante más. Los locales y los turistas se acercan a sacarse fotos con “la campeona”. La conocen, la llaman abuela y prueban las empanadas que vende a $3 cada una. Comprueban que ha recuperado su magia... Es que hace algunos años, tras una operación, había perdido un poco su increíble mano, y las empanadas no eran tan jugosas ni sabrosas. Pero ahora todo ha vuelto a la normalidad. “Tengo los huesos de las manos deformados por los años, la espalda dolorida; pero las empanadas me salen como el primer día”, presume la señora, que en la peatonal Congreso es toda una institución a pesar de la precariedad de su puesto. Con todo, ella agradece: “le doy siempre gracias al intendente que me permite tener esta mesita acá y ganar para vivir. También a la gente de Turismo, que me compra varias docenas de empanadas para ayudarme a pagar el local donde cocino. Pero el dueño ya nos ha dicho que lo va a vender porque quieren hacer un hotel. No sé a dónde me voy a ir”, dice la famaillense y vuelve a las lágrimas.
14.00
No hay más empanadas. Con la canasta vacía y algunos pesos en el bolsillo, Sara vuelve al local donde cocina. Adelanta algo de trabajo para el día siguiente, ordena sus utensilios, guarda el palo de amasar que la acompañó toda la vida. “Tengo que pedir que me devuelvan otro que tenía... Me lo pidieron de Famaillá para hacer el museo de la empanada que nunca hicieron. A mí en la vida me han engañado mucho, en una época me llevó un hombre a Buenos Aires a hacer empanadas, pero me tenía como una esclava y no me pagaba. Mi historia es muy triste, m’hijo; no sé si la querrá contar. Desde muy jovencita he sido muy sufrida; en Famaillá pelaba caña para cargar en los carros y después me dediqué a la cocina”, cuenta.
19.00
La reina de la empanada, a sus 85 años y después de 15 horas de trabajo, vuelve a su castillo de alquiler, fatigada. Se da un baño caliente antes de ir a la cama a volver a soñar con las únicas tres cosas que la desvelan: su hijo es una de ellas y las otras dos están relacionadas con su arte. “Todavía no consigo hacer la empanada más grande del mundo. Necesito ayuda, porque llevará más de 300 kilos de carne. Eso tengo pendiente. Eso y seguir luchando por lo nuestro. ¡Qué me vienen con empanadas de jamón y queso! ¡Qué es eso! La empanada es de matambre picado a mano, cebolla verde, cebolla en cabeza y un poco de huevo para decorar. ¡Tenemos que mantener la costumbre!”, dice, golpeando con los puños la mesada. Ni lágrimas ni risas. La reina se ha pronunciado. Ese es su manifiesto.