La fiebre mundialista pasó totalmente. En las calles cariocas el francés está de moda por la cantidad de turistas de ese país que eligieron estas tierras para vacacionar. La presidenta Dilma Rousseff está feliz con los resultados obtenidos por organizar la Copa del Mundo. Josep Blatter, como presidente de la FIFA, calificó al certamen con un 9,25. Pero los brasileños en general no están tan contentos.
"Se gastó muchísima plata y la FIFA y su gente hicieron su negocio. Nos ayudó un poco, pero no fue tanto", se queja Jorge Mesa, empleado de comercio paulista que está de paso por Río de Janeiro. "Se llenó de argentinos que no tenían una moneda y encima no salimos ni terceros", agrega Laura, empleada de una panadería.
Los cariocas están irritados por dos motivos. El más polémico fue que la Policía descubriera una organización dedicada a la reventa de entradas y que tendría importantes vínculos con la FIFA. Ayer, después de permanecer prófugo durante varios días, se entregó a la justicia el inglés Raymond Whelah, director de la empresa Match que tenía a su cargo la venta de tickets con paquetes turísticos.
“Ellos llevaron la gorda, lo fuerte. Nos dejaron las migajas. Gastaron millones a cuesta del pueblo”, explica Felipe Santos, tachero de 60 años y con más de 15 en la profesión. Pasarán varios años para que los brasileños se olviden del nivel de ostentación que mostraron los dirigentes de la FIFA y sus invitados.
Los hoteles más lujosos de Copacabana y de Ipanema fueron reservados para ellos. Pese a que no los llenaban, los obligaron a cerrar sus puertas totalmente. Todos los servicios –restaurantes, boliches, gimnasio y salones de convenciones, entre otros- fueron exclusivos para ellos. Sus fachadas estaban rodeadas de vallas y, además de los patovicas que tenían la misión de controlar quién ingresaba, un ejército de policías custodiaba las adyacencias.
No estuvieron encerrados los 31 días que duró el certamen, pero cada que vez salían de los hoteles, lo hacían en los vehículos de uno de los patrocinadores de la FIFA con vidrios polarizados –superaban la tonalidad permitida por las normas cariocas- escoltados por una docena de policías. Cada vez que los brasileños descubrían esa escena, los abucheaban e insultaban.