Bucear en el discurso de regreso de Cristina Fernández da sus réditos. Quienes se han acostumbrado a seguir sus intervenciones públicas, y conocen de memoria gestos y tonos de voz, saben de memoria que ella nunca da una puntada, sin hacerle al hilo un nudito al final.
Sin embargo, hay que advertir que no siempre debe creerse que lo que pone en marcha la Presidenta vaya a salir irremediablemente bien. Hay una cantidad de chapucerías que se le contabilizan al Gobierno, y no sólo en las operaciones defensivas, como la de la investigación del juez federal Claudio Bonadio sobre el movimiento contable de una de sus empresas, sino en la gestión de áreas críticas. Pero, cuando Cristina adelanta algo es porque algo va a suceder.
Después de once años, al Gobierno se le pueden contar tranquilamente las costillas en materia comunicacional. Ya se sabe que el manual del buen kirchnerista dice que siempre hay que victimizarse y embarrar la cancha, pero a esta altura, esa estrategia, tal como ocurre con otros relatos, como el de la inflación, ha perdido credibilidad. Así que sumar confusión atribuyéndole a los otros los pecados propios para disimular (el viejo truco de llenar la calle Florida de elefantes para esconder un eventual elefante K), o decirle a los demás “¿y vos que sos tal o cuál porquería?” o abrumar en los discursos con referencias laterales para desviar la atención o jugar con los sobreentendidos que hacen parecer ciertas cosas ilegales (como tener cuentas en Suiza) o disfrazar como epopeya nacionalista algunos caprichos ideológicos, son líneas más que conocidas de un método envejecido, que carece de efectividad.
Esta vez, con algunos mohínes más o menos seductores y una vocalización más marcada que de costumbre, llamó la atención que para su reaparición pública, tras casi un mes de enfermedad y recuperación, el martes pasado la Presidenta no utilizara el atril y dijera su discurso sentada, quizás por prescripción médica. “Siempre combativa para defender el modelo, pero esta vez preocupada”, interpretó un asistente al acto y que aplaudió lo estrictamente necesario. Fue en el cierre de la Convención de la Cámara Argentina de la Construcción. Allí hubo dos párrafos que dejaron una cierta cantidad de dudas y advertencias encriptadas.
El “por qué lo habrá dicho” llevó inmediatamente a la conclusión de que ésa era la señal de largada para usar a discreción toda la batería de argumentos ajados, pero esta vez para defenderse de algo que aqueja directamente a su futuro personal.
Primera referencia: “Estaba leyendo que un juez de Nevada había llegado a un acuerdo con los holdouts, un acuerdo de confidencialidad sobre 123 presuntas cuentas que se adjudicaban no se sabe a quién. Saben que no tengo información, pero tengo una intuición femenina que me parece que fueron a buscar nombres y que por ahí los encontraron, con algún otro nombre que no nos quieren dar a conocer. Sería bueno que ese juez dijera de quiénes son esas 1.234 (sic) cuentas, para que todos nos quedáramos tranquilos”.
El increíble “no tengo información” asociado a “algún otro nombre que no nos quieren dar a conocer”, presuntamente, es un mensaje que apunta a meter miedo a alguien, ya que así se emparejaría el caso de una empresa asociada a Cristóbal López que los holdouts descubrieron en Nevada junto a otras 122 que aún no se conocen, todas manejadas por el mismo estudio de abogados panameño, representado allí por una empleada presuntamente arrepentida.
Segunda mención: “Hemos descubierto 4.040 cuentas correspondientes a empresas y a argentinos, de las cuales solamente 123 -¿escucharon no?- de 4.040 cuentas en el HSBC de Suiza, solamente 123 ó 125 estaban declaradas en la AFIP”. El despreocupado “creo” presidencial se materializó dos días después, cuando Ricardo Echegaray anunció que la AFIP había presentado “una denuncia por evasión fiscal y asociación ilícita por cuentas bancarias de argentinos ocultas en la Confederación Helvética de Suiza”. Según le dijo la AFIP a la jueza María Verónica Straccia corresponden todas a una “plataforma ilegal montada” por el HSBC local “para ayudar a contribuyentes argentinos a evadir impuestos”. Suena algo extraño, ya que dos meses antes, el mismo Echegaray había dado otro número en el Senado: “hay 3.000 argentinos que tienen cuentas en Suiza”, y explicó que sus nombres les fueron revelados en Francia a partir de una causa que se inició cuando “el ex CEO del HSBC, Herbert Falciani” denunció a la Justicia de ese país maniobras irregulares en Suiza que incluían cuentas de argentinos. Una hora después del anuncio del jueves del jefe de la AFIP, comenzaron a circular, sin que nadie se hiciera cargo de su verosimilitud, una lista con empresarios, políticos y compañías que supuestamente estaban incluidos en la denuncia que las usinas oficiales salieron a repetir como loros.
Culebrón impositivo
Cómo no enlazar entonces todo este culebrón impositivo con la situación que está pasando la Presidenta, situación que toda su gente define como una “desestabilización” política derivada de un episodio “menor”, la falta de información a los organismos de contralor, algo que quienes colaboran con ella deberían haber cumplimentado, por aquello de la “mujer del César”. Cristina es la presidenta de la Nación y es quien debe predicar con el ejemplo.
La historia de las tribulaciones de la Presidenta arrancó hace un año, por una investigación del periodista Hugo Alconada Mon, publicada en el diario La Nación, sobre Valle Mitre, la gerenciadora de Lázaro Báez que manejó, hasta mediados del 2013, el Hotel Alto Calafate, propiedad de la familia Kirchner. Allí se demostró que siete empresas de Báez se habían comprometido desde 2010 a pagarle a Valle Mitre 935 habitaciones por mes, algo así como un tercio de la ocupación potencial del complejo de El Calafate.
Hace unas semanas, la diputada Margarita Stolbizer verificó que en la declaración jurada de la Presidenta se mencionaba una deuda con el hotel, que bien podría ser un adelanto de dividendos, algo usual en las sociedades de familia, pero que a ella le llamó la atención. Dijo que, por eso, buscó los balances de Hotesur, la sociedad anónima de los Kirchner, y se encontró que “no” los presentaban “desde hacía cuatro años”, como así tampoco “la renovación de su Directorio desde el año 2008”, y comprobó que “no pagan las tasas de la Inspección General de Justicia (IGJ)”. Lo que hizo Stolbizer fue exactamente lo mismo que hacen los inspectores de la AFIP, pero que esta vez se olvidaron de hacer.
Este desliz administrativo desnuda cómo el Estado actual, de fama controladora, hace agua por los cuatro costados. Entonces, hizo la denuncia penal para que la Justicia investigue la presunta comisión de delitos de violación a los deberes de funcionario público y abuso de autoridad, porque la IGJ nunca intimó a la empresa para que regularice su situación. La causa cayó por sorteo en el juzgado de Bonadio y así fue que empezó el gran cimbronazo para el Gobierno, porque el magistrado aceleró todos los tiempos.
Al Gobierno se le desataron los demonios y salió a victimizarse con la denuncia de un complot, a partir de teorías de todo tipo, como que a una Presidenta “no se la puede investigar”. Cristina misma reveló imprudentemente un documento societario del magistrado, propietario de una estación de servicio que tampoco presentaba sus balances. Usó el famoso “él también”.
En su arsenal, el kirchnerismo utilizó, además, chicanas políticas, como la supuesta cercanía del magistrado con el diputado Sergio Massa y otras personales, como el calificativo de “pistolero”. Notorios kirchneristas avanzaron en una ofensiva judicial de denuncias contra Bonadio, Stolbizer y una asesora de ésta que trabajó en la IGJ, a quien echaron porque hizo saber que el expediente de Ciccone se había “perdido”. A todo esto se le agregó la nueva denuncia que se le hizo al juez en el Consejo de la Magistratura.
Por último, cuando Cristina dijo “a todos los argentinos, que a esta Presidenta ningún buitre financiero ni ningún carancho judicial la va a extorsionar en contra de los intereses de los argentinos”, ella venía hablando de los holdouts. Pero, los seguidores de discursos, interpretaron que el carancho mayor que acababa de nombrar Cristina era Claudio Bonadio.