Se ha dicho infinidad de veces y se ha firmado, al menos un par, en este espacio: en el deporte profesional se compite. Es cierto que sobrevive un espacio, cada vez más pequeño, para sostener el carácter lúdico de las disciplinas. Pero, fundamentalmente, hay que competir contra quien está enfrente. Y ser más fuerte. Y ganar. Por eso, en el tenis, lo que menos importa es la forma en que se le pega a la pelota. Califica mucho más, en letras y números de molde, el carácter, la respuesta en situaciones de stress, el compromiso para el esfuerzo físico y la decisión para ir detrás de las oportunidades.
Tome cada uno el concepto que más le guste de todos estos. Y desde esa base podremos coincidir en las razones por las cuales el serbio Novak Djokovic ganó por 7-6, 6-7, 6-3 y 6-0 su quinto Abierto de Australia, y porqué el escocés Andy Murray perdió su cuarta final en Melbourne.
No le busquemos la vuelta por la calidad de los impactos, ni los desplazamientos, ni la inteligencia táctica para descubrir y explotar falencias rivales. Djokovic y Murray son pares, casi mellizos tenísticos, tal como lo marca el calendario que los separa por apenas una semana de vida. La diferencia estuvo en la forma de reaccionar cuando el partido decantaba hacia el lado del escocés. Set iguales tras sendos tiebreak. En el arranque del tercero Murray quebró para 2-0 y servicio. Entonces las dudas, la imposibilidad de ir a quebrar el espíritu y las piernas de alguien que, tal como pasó en la semifinal contra Stanislas Wawrinka, jugaba alejado de sus mejores sensaciones y cercano, casi tangente, al miedo. Murray esperó. Y en esa espera Djokovic leyó dudas y vio una inmejorable oportunidad.
Desde el 2-0 citado al final se jugaron 13 games en apenas 57 minutos; Djokovic ganó 12. El único de Murray, más que el del consuelo, pareció ser el de la innecesaria confirmación de ser, por mucho, el menos fuerte de esa liga de cuatro en la que sólo juegan, además de ellos, Roger Federer y Rafael Nadal.