“Dinero es la gran mansión en Sarasota que empieza a caerse a pedazos luego de diez años. Poder es el viejo edificio de roca que resiste por siglos”. (Frank Underwood, personaje interpretado por Kevin Spacey en “House of cards”).
Los espías, ocultos en el sótano de la democracia, han sido sacados a la luz con la conmocionante muerte del fiscal Alberto Nisman y han quedado medianamente expuestos en medio de la investigación que, a 21 años del irresuelto atentado a la AMIA, golpeó en lo más alto del poder político. Esto ha llevado a la pregunta acerca de los alcances para controlar ese poder en las sombras cuya tarea es una vieja deuda de la democracia, al decir del senador oficialista neuquino Mario Fuentes.
Las preguntas sobre los espías se centran en lo que ocurre en la Capital Federal, donde se va a debatir el necesario y a la vez apresurado proyecto de reforma de la Ley 25.520, que regula el funcionamiento de la Secretaría de Inteligencia (ex SIDE). Nadie se pregunta sobre los espías en Tucumán, donde hay una delegación de la SI en la avenida Sarmiento, y donde hay oficinas de inteligencia en las delegaciones de la Policía Federal, la Gendarmería y la Policía Aeroportuaria. El Ejército de César Milani también tiene inteligencia militar. En la Policía provincial existe una sección de inteligencia (el D2, también conocida como Departamento de Informaciones Policiales), que ha tenido épocas de trágica notoriedad en la dictadura. Con poder menguado en tiempos democráticos, ha sido vista –y denunciada- como el área policial desde la que se ha espiado a opositores, estudiantes y sindicalistas y donde se armaron carpetas con datos de personas espiadas. En los últimos años hubo denuncias del sindicato bancario, del diputado radical José Cano, del sindicalista Martín Rodríguez y del peronista disidente Enrique Romero. Las denuncias han quedado sólo en la primera fase. Nada se ha probado por la mora judicial.
¿Se hace espionaje en Tucumán? La respuesta es incierta, tanto como el secreto que alimenta los rumores que surgen con cada denuncia. Una de las grandes dudas a nivel oficial quedó expuesta en 2004 en el centro del poder, cuando el mismo gobernador José Alperovich contrató a una agencia internacional, Security and Intelligence Advising (SIA), para hacer un barrido de micrófonos en la Casa de Gobierno, pues temía que sus conversaciones telefónicas y diálogos pudieran ser escuchados por extraños. El gobierno, que dijo que esta contratación por $34.390 “hecha por única vez” hubiera podido realizarse en forma secreta en el marco de la ley de Administración Financiera, fue denunciado a su vez por Enrique Romero, que afirmó que ese contrato se había hecho para hacer espionaje. Luego denunciaría que el Gobierno compró una valija para hacer escuchas. Esta presentación duerme en la Justicia Federal.
También al comienzo del gobierno de Alperovich hubo cambios en la forma de trabajo del D2. Fueron tiempos en que el escándalo del ex comisario general Antonio Musa Azar en la Dirección de Informaciones Policiales de Santiago del Estero causó alarma en todo el país. Acusado por el doble crimen de la Dársena de 2003, Musa Azar tenía en la DIP vastos archivos de espionaje heredados de la dictadura. Hoy este personaje siniestro acumula tres condenas por delitos de lesa humanidad. Pero se dice que su caso hizo que se esfumaran archivos de la época militar en otras policías provinciales. Por esos tiempos, en Tucumán estaba al frente del D2 el comisario Miguel Ángel Chuchuy Linares, que tendría participación en la investigación de la desaparición de Marita Verón. Fue quien capturó y trajo de La Rioja a la banda de “Chenga” Gómez y su madre. Chuchuy Linares fue testigo en 2013 en el juicio del caso Verón y al mismo tiempo fue enjuiciado y condenado a 14 años de prisión por crímenes de lesa humanidad en el juicio por la causa ArsenalesII- Jefatura de Policía II. Su abogado, Tomás Roberts, intentó probar que no había actuado en el Servicio de Informaciones Confidenciales que Roberto “El Tuerto” Albornoz había dirigido en la Jefatura de Policía durante la dictadura, sino en el D2. Pero no pudo evitar la condena. Chuchuy apeló. Pasa su castigo en su casa, a raíz de una enfermedad terminal..
Además, en el D2 hubo un caso extraño: dos años antes de que comenzaran los juicios por crímenes de lesa humanidad, se quitó la vida el comisario Rubén Ruiz, un silencioso agente histórico de informaciones policiales.
Fueron precisamente las denuncias por crímenes de lesa humanidad las que permitieron desentrañar parte de la forma más oscura del siniestro espionaje. La denuncia de Enrique Romero, en 2002, de la existencia del Pozo de Vargas al noroeste de la capital destapó el centro del crimen más horrendo de la dictadura, ya que ese era uno de los lugares de la disposición final de los desaparecidos. Se hallaron restos de unas 34 personas y se estima que habría más de 50 enterradas. Ya se hicieron en Tucumán 10 juicios por crímenes de lesa humanidad y en ellos se pudo resconstruir parte del horror.
Uno de los casos emblemáticos fue el del testigo protegido Juan Carlos Clemente (acusado de colaborar con los represores) que entregó en el juicio Jefatura I de 2010 archivos sobre el destino de 200 personas secuestradas a disposición del PEN y desaparecidas. Clemente había tenido durante 30 años esos archivos, tras haberlos robado de la SIC del “Tuerto” Albornoz llevándoselos ocultos en las medias.
También se describió en estos juicios el funcionamiento de la Comunidad Informativa en la que el Ejército, las policías nacional y provincial y la Gendarmería compartían datos. Allí se reveló que había personal civil que colaboraba con los servicios de inteligencia. El Ministerio de Defensa aportó nóminas donde estaban los civiles. Uno de ellos, el agente del Batallón de Informaciones 142, Guillermo López Guerrero, fue condenado a 4 años de prisión. Murió hace poco. A raíz de estas listas de civiles, cuya difusión causó escozor, el opositor Gumersindo Parajón pidió en 2010 que se abran los archivos secretos, pero todo quedó silenciado, en la duda de si el bisturí debía penetrar más allá de la capa militar de los servicios de inteligencia de la dictadura.
Esa falta de decisión de la democracia llevó a más de una sorpresa. En 2012, tembló la casa de Gobierno cuando fue detenido en Salta y acusado por crímenes de lesa humanidad el ex militar Fernando Chaín, subsecretario de Control de Gestión del Ministerio de Seguridad tucumano (resultaría absuelto por el beneficio de la duda). En ese momento, el secretario de Derechos Humanos, Humberto Rava, dijo que “la democracia está en mora”. No obstante, secretario ejecutivo del Plan Nacional de Derechos Humanos, Martín Gras, retrucó que “la democracia no le hace dosaje intelectual a nadie”. Otra sorpresa llegaría en marzo de 2014, cuando llegó desde Bahía Blanca la orden de detención del coronel (r) Enrique Stel, encargado de la oficina de Seguridad Privada en Casa de Gobierno. Está desde entonces en la cárcel de Villa Urquiza, esperando ser trasladado para un juicio por crímenes de lesa humanidad. El Gobierno hizo silencio.
El debate a nivel nacional sobre la Secretaría de Inteligencia muestra esa deuda-duda de la democracia sobre esta región del Estado que trabaja en lo que el politólogo Guillermo O’Donnell sintetiza como “zonas marrones”, es decir lugares donde no entran las reglas legales de las instituciones. Se rigen por otros códigos que se aplican en cárceles, comisarías, en villas de emergencia. Las fuerzas policiales del país, saturadas por métodos anticuados y autoritarios, henchidas de corrupción y de servilismo al poder de turno, son las más notorias. Los servicios de inteligencia son casi indescifrables; son lo que el personaje Galio Bermúdez de “La guerra de Galio” (del periodista mexicano Héctor Aguilar Camin) llama “los sótanos del poder”. Cuando se modificó la SIDE en 2001 y se la convirtió en SI, se constituyó como único órgano de control una comisión bicameral que nunca actuó, según la denuncia del diputado radical Miguel Bazze. La ex diputada Stella Maris Córdoba, que integró esa comisión, dice que la oposición presidió durante dos años el organismo (que está dominado por mayoría oficialista), pero no habla de lo que se hizo o no se hizo, porque, dice, todos están obligados por la cláusula de confidencialidad de la ley 25.520.
Y ahí está la pregunta de base: ¿cuál es el sentido del secreto sobre los asuntos públicos? Los objetivos de la ley son reunir información sobre riesgos y conflictos que afecten la seguridad de la nación y la prevención de amenazas internacionales como terrorismo, narcotráfico, tráfico de armas y ciberdelitos. ¿Ha servido de algo esto? La investigación sobre la AMIA está estancada. El narcotráfico ha sentado sus reales en el país y no se conoce que que se haya podido dar con un solo barón de las drogas en medio de miles de detenciones de perejiles. El juez federal Ricardo Sanjuán ha denunciado tres veces en los últimos dos años la falta de acción frente a este delito y la corrupción policial. Y tanto los espías (que supuestamente deberían prevenir delitos) como los investigadores han quedado mirando para otro lado en casos emblemáticos como la matanza de Unicenter. Eugenio Burzaco (ex diputado nacional y ex jefe de la Policía Metropolitana) y el politólogo Sergio Berensztein cuentan en “El poder narco” cómo se escapó uno de los sospechosos, Julián Jiménez Jaramillo, luego de estar custodiado durante un mes por las autoridades argentinas. Lo dejaron volver a Colombia, donde se esfumó. Acá había dado un nombre falso.
El secreto ha servido, dice la Asociación por los Derechos Civiles (ADC) para el espionaje político interno, a pesar de que se encuentra prohibido por ley. La ADC denunció que desde 1983 los gobiernos democráticos no han sabido o no han querido establecer controles efectivos, y que los servicios de inteligencia se han convertido en una parte esencial del poder presidencial. En el centro del problema está la Dirección de Observaciones Judiciales (Ojota, encargada del sistema de escuchas), con la que, según se dice, se arman las fichas de seguimiento. Se sospecha que con esas carpetas se hacen presiones y extorsiones políticas, con amenazas de revelar secretos que mucha gente que debe tomar decisiones públicas tiene en el placard. El secretario Legal y Técnico de la Presidencia, Carlos Zannini, en defensa del proyecto para reformar la SI y convertirla en la Agencia Federal, dice: “Nos han construido una historia de carpetas y carpetazos, y en realidad queremos revelar todo eso”.
Pero el debate central sigue estando en el secreto, sus objetivos y las razones para mantenerlo sin controles o con controles poco eficaces, como ha cuestionado el mismo Centro de Estudios Legales y Sociales, que es afín al oficialismo. El carpetazo es el monstruo casi visible, pero el secreto es la clave del poder en las catacumbas, que está detrás del poder, más allá del gobierno de turno. Parafraseando al historiador Carlos Escudé, que pregunta quién nos defiende de la policía, ¿quién defiende a la democracia de los servicios secretos? En el país. También en Tucumán.