No hay que aclarar que la quema de urnas y cualquier otra irregularidad en el acto electoral son repudiables. Y no hablemos de la represión policial a una marcha política. Pero aún así, ni Tucumán ni la democracia argentina merecen este clima de discusión. Hablar de fraude o ilegitimidad es algo serio. Un ciudadano de a pie, en una charla de café, puede decir lo que quiera. Un periodista debería ser más cuidadoso en el uso de las palabras, pero en última instancia también puede decir y escribir lo que tenga ganas. Un funcionario o representante del pueblo, en cambio, tiene más responsabilidades que libertades.
Toda acusación debe estar respaldada en evidencias, y presentada formalmente. Los legisladores de todos los bloques tienen las facultades, los recursos humanos y los canales legales suficientes para hacer una investigación rigurosa sobre el estado de las elecciones en Argentina, y presentarla ante quien corresponda. ¿Por qué dejar algo tan serio librado a la discusión mediática? En 32 años de democracia ininterrumpida, tenemos un sistema transparente y elecciones competitivas. Nunca se elaboraron casos contundentes contra los procedimientos de votación, ni se demostró que una elección fue adulterada. Nunca una misión internacional de observación electoral puso en duda la normalidad de los comicios en Argentina.
¿De dónde proviene, entonces, el tenor de estas acusaciones que desacreditan a nuestra democracia? En diferentes elecciones provinciales -Salta, Santa Fe, Tucumán- se repitieron las acusaciones. Fueron distritos diferentes, con gobiernos diferentes (dos peronistas, uno socialista) y con mecanismos diferentes (voto electrónico en Salta, boleta única en Santa Fe, boleta partidario en Tucumán) y un mismo clima de acusaciones. En el caso de Santa Fe, hubo una circunstancia adicional que hizo más entendible la tensión y la sospecha: el resultado fue inusualmente ajustado.
Pero en Tucumán, lo sorprendente es que los datos oficiales mostraron una gran diferencia a favor del primero. Las irregularidades electorales son de diferente tipo, están identificadas en el Código Nacional Electoral, y muchas de ellas constituyen delitos penalizados. El fraude es una práctica sistemática de adulteraciones que conduce a alterar los resultados de una elección. Es decir: a robarle la elección al ganador.
Esto último es lo que preocupa al nivel político, y es lo que verdaderamente observan los observadores internacionales: la legitimidad del ganador. ¿Es eso lo que está en duda en la elección tucumana? Una cuestión aparte es el problema del colapso de la boleta partidaria a nivel nacional. No porque en nuestro país se cometa fraude en elecciones presidenciales, como se ha pretendido sugerir, sino porque el sistema de votación está en crisis. El problema es que el modelo de la boleta partidaria vigente está preparado para partidos más grandes, que participen activamente en la campaña y el día del comicio. Los partidos diseñan, imprimen y distribuyen boletas, observan la elección y el conteo.
El sistema es así, porque los partidos históricos lo quisieron así: no confiaban en el Estado, y querían más atribuciones para garantizar la democracia. Pero hoy los partidos son más chicos, no pueden hacer todo eso, y se necesita más estado. Por ejemplo, una boleta única, que sería un documento estatal. Yo soy partidario de mantener la boleta partidaria en las primarias, y usar boletas únicas en elecciones generales o balotajes. Pero todos esos cambios no se pueden hacer para octubre: no hay tiempo, no hay que distraer la campaña, y hay que debatir en un clima menos enrarecido.