Simon Romero y Andrew Jacobs / The New York Times

El ministro de Educación de Portugal fue asaltado a punta de cuchillo. Lo mismo el jefe de seguridad de la ceremonia inaugural mientras se marchaba del Estadio Olímpico. Un agente de policía fue asesinado cuando su vehículo fue acribillado, y un ómnibus olímpico que transportaba periodistas fue apedreado.

Incluso antes del robo a mano armada -ocurrido el fin de semana pasado- a cuatro nadadores estadounidenses, incluyendo al ganador de una medalla de oro Ryan Lochte, una serie de delitos había dirigido la atención a las carencias de Brasil para suministrar seguridad durante los Juegos Olímpicos en Río de Janeiro.

Sin embargo, para muchos en esta ciudad desgastada por la delincuencia, persiste un interrogante mayor: ¿qué pasará después de los juegos?

Movilización

Con miras a frustrar la delincuencia alrededor de la Olimpiada, Brasil ha movilizado un gigante de seguridad en Río del doble del tamaño del usado para los Juegos de Londres de 2012.

“La ciudad nunca se había sentido tan segura”, dijo Gilberto Dias, de 50 años, vendedor de panchitos, que describió cómo policías de civil actuaron con presteza cuando dos asaltantes acosaban a un turista en el elegante barrio de Copacabana. “Simplemente aparecieron de la nada, algo que nunca había visto”, dijo.

Antes de que empezaran los juegos, Río enfrentaba un repunte del delito. En mayo se registraron 10.000 robos, un 42% más que en el mes anterior. Durante el primer semestre el número de asesinatos subió en más de un 7% respecto del mismo lapso del año anterior. Unas 1.500 personas fueron asesinadas.

A medida que el temor por la violencia persiste, algunos brasileños temen lo que puede llegar a pasar cuando terminen los juegos y los efectivos policiales sean retirados de la calle. “El asalto al atleta estadounidense es lo que nos pasa a nosotros en Río todos los días”, advirtió Marcello Brito, de 51 años, refiriéndose a Lochte.

Las finanzas de Río estaban tan mal antes de los juegos que la ciudad había declarado un “estado de calamidad”.

Se han destripado presupuestos, al tiempo que oficiales de policía y de bomberos, protestaban por el atraso con que se les pagaba el salario.

El gobierno federal respondió con un paquete de rescate por 850 millones de dólares para ayudarle al Estado de Río de Janeiro a mantenerse a flote, pagar salarios y mantener en funcionamiento los servicios esenciales durante la Olimpíada. Sin embargo, persiste la crisis económica.

Las autoridades invirtieron miles de millones de dólares en locales deportivos, sistemas de tránsito y en los mal llamados proyectos de pacificación en áreas urbanas de pobreza, argumentando que la Olimpíada serviría como un eje para remodelar la ciudad. En las semanas previas a los juegos, el alcalde Eduardo Paes afirmó que Río sería la ciudad más segura en el mundo.

Muchos residentes han dado la bienvenida al aumento de seguridad. “Es agradable ver soldados patrullando las calles, al menos en donde vivo”, dijo Cassius Almada, de 39 años, profesor de matemáticas, que vive en Copacabana.

Sin embargo, quienes viven más allá del collar de barrios elegantes frente al mar dicen que el aumento de la seguridad ha tenido escaso efecto en las comunidades que han estado agobiadas por la violencia desde largo tiempo atrás.

Pesimismo

Julita Lemgruber, directora del Centro para Estudios de Seguridad Pública y Ciudadanía de la Universidad Candido Mendes, de Río, dijo que era ingenuo esperar una drástica caída de la delincuencia durante los juegos.

“El Gobierno creyó que un chasquido de sus dedos traería paz a una ciudad que ha pasado por muchísima violencia en los últimos años. No hace bien alguno tener esta demostración de miles de agentes de policía extra, a menos que se le diga a cada atleta olímpico que camine por las calles con un policía a su lado”, afirmó.