Cada 2 de mayo Luis Pedraza e Isabel Pedraza encienden una vela en el patio de la casa. A pocos metros flamea una bandera argentina en un mástil de caña tacuara. Así recuerdan cada aniversario del hundimiento del Crucero Belgrano que se llevó la vida de su hermano, Marcelino Guerrero.
Luis e Isabel siguen viviendo en la casa paterna, donde creció Marcelino, en Tala Pozo (Burruyacu). Allí atesoran los recuerdos de ese hermano del corazón que murió en la guerra. Porque Marcelino era hijo de un matrimonio vecino de Valentín Evaristo Pedraza y Dora Ema López. Su mamá biológica falleció antes de que él cumpliera los siete meses y Dora se compadeció al verlo tan desamparado y se ofreció a criarlo. El padre de Marcelino aceptó, pero le pidió que no le cambiara ni el nombre ni el apellido. Dora cumplió.
En Tala Pozo, una localidad donde la agricultura constituye la principal actividad económica, no es raro que los jóvenes busquen otros horizontes. Así fue como Marcelino, a los 16 años, y siguiendo el camino de otros dos hermanos, ingresó en la Armada, donde siguió la carrera de suboficial.
“Él estaba hecho a la vida del marino. Le gustaba mucho viajar, había navegado en el portaaviones 25 de Mayo. Y nos contaba de sus viajes con mucho entusiasmo”, afirma Isabel. “Pero eso sí, cada vez que tenía licencia se venía para acá... Él la adoraba a mi mamá”, añade.
Isabel recuerda una escena que podría tomarse como premonitoria. “Había venido con licencia a principios de 1982, y cuando ya se volvía a Buenos Aires (vivía en Puerto Belgrano) la abrazó fuerte y se fue al auto, lo puso en marcha y se bajó y volvió a abrazarla...”, relata conmovida. “Ella se murió esperándolo, nunca se resignó”, dice. Dora falleció en 1986 y su marido, un año después.
En Tala Pozo se respira la paz del campo y el tiempo parece detenerse. Y entre silencios, ojos húmedos y algunas sonrisas que desbordan ternura, los hermanos Pedraza junto a otros parientes y vecinos van desglosando recuerdos y anécdotas del héroe de guerra de la familia.
Travieso y buen bailarín
“Le gustaba hacer travesuras -admite Luis Pérez, que fue compañero de escuela-; a las chicas les desataba el cinto del delantal y las ataba al banco... Y cuando nos tocaba el turno de servir la mesa en el comedor de la escuela, a la más presumida él le daba el plato más lleno... Y tenían que comer todo, si no la directora se enojaba...”
“Era travieso pero muy bueno -acota Teodoro Miranda, que se jubiló como empleado de la escuela 62 Monseñor Carlos Echenique y Altamira, donde Marcelino cursó la primaria-. Él iba en un carro tirado con mulas a buscar a las maestras en la ruta”.
“Cuando tenía ocho años -retoma el relato Isabel-, fuimos a un casamiento. Y él se había puesto una zapatilla roja y otra blanca. Y no quiso volver a la casa a cambiarse porque no quería perderse nada de la fiesta”. “Era una persona encantadora, mi hermano todavía les cuenta a sus hijos las historias de las cosas que hacían juntos y cómo se divertían”, apunta Elsa Gallo, prima de Marcelino. A su lado, Silvia Darío, otra prima, asiente y suma: “él se hacía querer”.
“Cuando venía (Marcelino viajaba a Tucumán en auto), empezaba a tocar bocina desde el cementerio (ubicado a unos dos kilómetros) para que mi mamá lo escuchara”, recuerda Luis, que tenía 13 años cuando Marcelino falleció. “Por él soy abogado, porque iba a seguir la carrera militar en la Armada y él me dijo: ‘no, ya hay muchos militares en la familia, vos tenés que ser abogado’. Y le hice caso”, cuenta.
“Marcelino nos inculcaba el respeto por los mayores, y también era muy ordenado. Cuando venía, a los más chicos nos hacía acomodar el dormitorio y hacer las camas”, describe.
Sobre sus amores poco supieron los hermanos y amigos. Pero ya con 30 años cumplidos, Marcelino había decidido casarse. Había fijado fecha para julio de 1982. “En una carta que le escribió a mi mamá le decía que él quería que todos fuéramos (a Buenos Aires) para su casamiento. Ya tenía todo comprado. No sabemos qué se hizo de eso ni tuvimos contacto con la que era su novia”, explica Isabel.
Y la tristeza vuelve a la charla. Isabel cuenta lo que la familia pudo reconstruir de las últimas horas de Marcelino, aquel 2 de mayo en el Crucero Belgrano. “Estuvo hasta las dos de la tarde en la cubierta, y después se fue al dormitorio, que estaba pasando la sala de máquinas (una de las zonas del buque más afectadas por los torpedos). Estaba durmiendo cuando el barco fue atacado. Nosotros nos enteramos por la radio y nos fuimos a la delegación naval. El 13 de mayo nos confirmaron que había muerto”, resume la hermana.
No hubo cuerpo para velar ni tumba para enterrarlo. Lo mismo, los Pedraza pusieron una placa en el cementerio de Tala Pozo, para tener un lugar donde ir a rezarle, al lado del sepulcro de los padres.
Los hermanos, parientes y amigos no olvidan a Marcelino. Guardan sus fotos y sus medallas. Reclaman muy poco a cambio de la vida que la patria se llevó: “que se sepa que esta tierra (Tala Pozo) dio un hijo que es un héroe de guerra, que no lo olviden, que las autoridades hagan algo, un sitio donde poner una placa que perpetúe su memoria, rendirle un homenaje”.