Gabriel Pereira
Doctor en Ciencias Políticas - Univ. de Oxford
Gabriel Pereira
Doctor en Ciencias Políticas - Univ. de Oxford


En la última semana dos fantasmas interpelaron a los argentinos. El primero fue, sin duda, el del ajuste a los jubilados; el segundo, el de la violencia y el caos.

En nuestra memoria política tenemos el triste recuerdo de diversos gobiernos que buscaron en las jubilaciones el número mágico para acomodar las cuentas fiscales. La sociedad, a fuerza de sucesos trágicos y dramáticas historias cotidianas, incorporó la idea de que “con los viejos no”.

La resistencia al proyecto oficial se hizo sentir durante días. Se recurrió a proyecciones estadísticas, a relatos descarnados del cotidiano vivir del jubilado, a propuestas alternativas para satisfacer la necesidad de recursos del gobierno, y hasta a análisis jurídicos adelantando la ola de demandas judiciales que se avecinarían. Ante la inminencia del tratamiento legislativo, el fantasma del nuevo recorte previsional convirtió la resistencia al proyecto en movilización callejera.

El Gobierno nacional subestimó la capacidad movilizadora ante el ajuste. Buscó primero maquillar la reforma como una política de mejoramiento de los haberes. Luego, apuntó a la necesidad de resolver la crisis del sistema jubilatorio. Los intentos no hicieron mella en el humor social. No obstante, el gobierno avanzó en la propuesta, quizás envalentonado por dos años de crecimiento político casi inesperados, que llegaron a su punto culmine en los resultados de las últimas elecciones. Los aciertos que grandes sectores de la sociedad perciben en su gestión disuadirían -se esperaba- los efectos del fantasma.

La reforma jubilatoria fue aprobada, el ajuste es ley y el gobierno cuenta con unos millones de pesos esenciales para su plan político de los próximos dos años. Sin embargo, su imagen y la legitimidad de la reforma se han visto dañadas. Se había evitado la caída en la imagen positiva frente al escándalo de la designación de jueces por decreto, los Panama Papers y la represión en el sur del país. Pero no en esta ocasión.

Por otro lado, la sociedad movilizada en las calles también fue interpelada por otro fantasma: el de la violencia, esta vez agitado por un grupo minúsculo, el de los antidemocráticos. Los violentos hicieron su repudiable trabajo, y la sociedad reaccionó frente a esa conducta, descartándola. De no haberlo hecho, el caos hubiese sido generalizado. Pero no se expandió y la protesta continuó en forma de cacerolas.

Sin embargo, cierto sector de la dirigencia política pareciera no advertir la reacción social frente a la violencia. Si bien se buscan responsabilidades individuales de los actos vandálicos en el ámbito penal, existe un discurso oficial que busca reducir la movilización social a la violencia de esos pocos, deslegitimando y estigmatizando el reclamo. Esa actitud discursiva tiene su correlato tanto en una actitud represiva como en la falta de investigaciones respecto de los abusos de las fuerzas de seguridad, ampliamente documentados por medios de prensa de toda tinta y color. Aquí, otra vez, el gobierno pareciera no advertir que la sociedad en su mayoría, frente al fantasma de la violencia y el caos, decide explícitamente dejar de lado la protesta social violenta. La estigmatización y represión de cualquier reclamo significa no entender cómo la sociedad procesa su relación con el fantasma de la violencia y el caos, al cual ha decidido combatir pacíficamente.

Gobernar sin sensibilidad a los fantasmas que la propia sociedad tiene sobre su pasado político es un riesgo para el oficialismo. Los eventos de este diciembre, como todos los diciembres candentes, son un llamado de atención para el Presidente.