El popular barrio tucumano celebró de un modo especial la festividad de su patrona, Nuestra Señora de Luján. Además de honrar a la Virgen, los fieles recibieron por primera vez en el templo la visita de monseñor Carlos Alberto Sánchez, quien nació y pasó su infancia en Villa Luján. El pastor se reencontró con su comunidad de fe
Sentada en primera fila, en silencio, se quita los lentes y se frota los ojos con un pañuelo de papel. María Elena Chimirri de Sánchez se pregunta si en sus 86 años hubo un día más gozoso que el de ayer. Es la festividad de Nuestra Señora de Luján, patrona de la Argentina y protectora, también, de esa pequeña comunidad al oeste de la capital tucumana, Villa Luján. La misma que hace 55 años vio nacer y crecer a Carlos Alberto, su hijo. Las campanas tañen con insistencia. Todos se ponen de pie. Miran hacia atrás y las lágrimas vuelven a empañarle los anteojos. Es su pequeño monaguillo de seis años -el que tantas veces endulzaba la mirada de los fieles- el mismo que ahora vuelve a su comunidad de origen, vestido como arzobispo.
No sólo llora doña María Elena. También lo hacen muchos vecinos al verlo caminar con la mitra y el báculo. La iglesia está repleta y los gauchos esperan con sus caballos, bajo la lluvia, el momento de escoltar a la patrona durante la procesión. Antes que nada, monseñor Carlos rompe el hielo con un solo grito: “¡Viva la Virgen!”, que es retribuido con un estruendo de vivas y por aplausos. Doña María Elena aprovecha el momento de alegría y saca una diminuta cámara digital de la carterita que lleva cruzada por la espalda.
Gestos concretos
“La felicidad consiste en amar y en servir a los demás. Jesucristo nos dio todo, no se guardó nada, ni siquiera se reservó a su madre, porque nos la dio para que también sea nuestra Madre. Así como Jesús, nosotros también debemos dar gestos concretos, para poder transformar nuestra sociedad, nuestra patria”, propone. Insta a ser una Iglesia en salida. Pide a la Virgen que ilumine a los diputados para que “voten por la vida siempre”. Ruega para que “los argentinos podamos sentarnos a la mesa todos juntos, sin excluidos”.
Ora “por las madres con embarazos no deseados, por tantos niños y jóvenes que pierden la cabeza por la droga y por el acrecentamiento de las vocaciones sacerdotales”. “Seamos todos custodios y defensores de la vida” alienta a los fieles.
Luego, monseñor Carlos mira a cada uno a la cara. En primera fila, al lado de su madre, están el intendente Germán Alfaro y su señora Beatriz Ávila. Por detrás de ellos, Fabián, su hermano, aprieta un pañuelo. “Tantos rostros conocidos y tantos otros que ya no están...” sigue diciendo el prelado. A su lado está el párroco de Luján, el padre Alejandro Maceda.
“Querida comunidad: yo les debo muchísimo a ustedes. Me han visto nacer y crecer aquí. Y les doy tantas gracias a Dios por eso, por haberme dado esta comunidad de fe”, les dice sin dejar de mirarlos y también visiblemente emocionado. “Estos escalones (monseñor Carlos también fue párroco de esa parroquia), este altar, las aulas del colegio (Nuestra Señora de Luján, donde él fue alumno durante la primaria)... ¡si hablaran...!”. Era evidente que era él el que ya no podía hablar. “Cada vez que vengo a esta comunidad siento este revoltijo en mi corazón”, confiesa.
“Esta parroquia y esta comunidad me han enseñado a amar al Señor y me han formado para la vida en sociedad”, dice recorriendo el templo con la mirada. “No he cambiado, soy el mismo que les gritaba con todas mi fuerzas ¡Viva la Virgen! Quiero que me vean simplemente como el que sirve”, les pide.
Después de la misa monseñor Carlos se pierde entre la multitud y la lluvia, pensando, quizás, en aquellos años en los que venía a la parroquia junto con otros chicos del barrio a adornar con flores la carreta de la Virgen.
“Yo la miraba a la imagen y cerraba los ojos. Le pedía que me ponga en el hueco de su mano”, rescata el sacerdote desde el fondo de su memoria, al terminar la procesión. Tenía ocho años cuando leía el cartel de la imagen que rezaba: “esta es la primera fundadora de esta villa”. Entonces juntaba sus manos y le pedía a la Virgen que en cada rayo de su imagen suelte una bendición para los vecinos del barrio. Hoy su pedido sigue en pie.´
La imagen que se quiso quedar en Luján
Hacia el año 1630 un portugués, Antonio Faría de Sá, hacendado de Sumampa, jurisdicción de Córdoba del Tucumán, pidió a un amigo suyo, Juan Andrea, que le trajese desde el Brasil una imagen de la Concepción de María Santísima para venerarla en la capilla de su finca. Andrea trae dos imágenes iguales que llegan al puerto de Buenos Aires. Una era la Purísima Concepción y la otra era la Madre de Dios con el niño Jesús dormido entre los brazos. Las imágenes fueron puestas en cajones cerrados. Al llegar a las orillas del río Luján, en la estancia de Rosendo, los troperos se detuvieron a pasar allí la noche. Pero al día siguiente la carreta no podía arrancar. Uno de los peones dijo: “saquen de la carreta uno de los cajones y observemos si camina”. Así lo hicieron y la carreta salió fácilmente. De esta manera, la imagen de Nuestra Señora de Concepción se quedó en Luján. Es por ello que se la representa en una carreta tirada por bueyes. Para la fiesta de Villa Luján, se acostumbra hacer traer dos lustrosos ejemplares vivos para tirar una carreta adornada con flores, sobre la que se coloca la imagen de la Virgen.