Gustav no debe rozar los nueve años. Caminando de la mano con su padre y su hermana, el nene salta de la nada y dice, “aryentina”. Se le brillan los ojos cuando le reconoce a un perfecto desconocido una camiseta de la Selección. No es cualquiera, es una réplica hecha por Lecoq Sportif de los campeones del Mundo del ‘86. No tiene el escudo de la AFA, sí un 86 dorado y el 10 en el dorsal. Gustav está lejos del Fan Fest, de la zona donde los hinchas se codean con otros y hacen migas entre cada pausa de partidos. Gustav no tiene Fan ID, pero conoce los colores de Lionel Messi. Es su día de suerte.
Quien lleva puesta la camiseta de los campeones viene como loco malo, buscando patear piedritas que no ha logrado encontrar en las calles de Moscú. Es uno de los tantos argentinos desperdigados por esta capital con la trucha por el piso. No encuentra una explicación deportiva lógica a este debut frustrado con Islandia. Y eso le duele. Pero más aún le duele creer que tiene la posta de por qué Argentina no circuló como correspondía: por su camiseta. Cuatro partidos usada, tres finales perdidas y este empate contra los nórdicos. Qué horror, piensa. No es de cábalas, pero para el hombre esto ya es cosa de creer o reventar.
Decidió invertir unos pesos en la réplica de los campeones del 86 previo a la final de Brasil 2014. El hombre quería estar a tono para los festejos. Estaba la chance de ganar el tercer Mundial y qué mejor forma de recibirlo que con la que Maradona le regaló a los argentinos su segunda gran alegría mundialista. Pasó lo que todos recuerdan contra Alemania, no hubo título, sí amargura. Al clóset.
La camiseta no volvió a salir del ropero hasta otra final, la de la Copa América de Chile, contra Chile. Otra vez sopa. Qué horror. De pronto hubo una tercera final casi automática, la de la Copa América Centenario. Contra Chile de nuevo… Era la tercera y tenía que ser la vencida para el dueño de una camiseta con temor a marcarla como maldita. Otra derrota. Nunca más salió esa camiseta hasta que el amigo sin nombre tuvo la oportunidad de venir a este Mundial. Pensó en usarla en el debut y así olvidar la presión de las tres caídas anteriores. Era contra Islandia, qué podía fallar. A Lionel le atajaron el penal, la Selección no se vio ni al cuadrado y llegó una cuarta derrota, en este caso simbólica para quien llegaba como tantos otros argentinos a este partido con la esperanza de arrancar derecho la Copa del Mundo de 2018.
Su desazón fue tal que el amigo se perdió de sus amigos. Eligió volver solo a casa, pensando qué hacer con su ya llamada camiseta maldita. Prenderle fuego, regalarla, tirarla a la basura; donarla, enterrarla para siempre en la valija y después en casa. Pero para siempre.
Pasó que Gustav se cruzó en el momento indicado. Cuando le preguntó si la quería, el chico y su padre sonrieron pero siguieron de largo. Quizás sabían que la camiseta algo tenía o que quien la ofrecía de la nada podía pedir algo a cambio. El amigo insistió, ya con Gustav a 40 metros. Le hizo la seña universal de “venía llevátela que es tuya”, y Gustav salió disparado. El chico al que le brillaron los ojos cuando vio la réplica histórica de los campeones del 86 se había ganado su pequeña lotería. Seguro le queda grande la camiseta, pero al menos a él, con toda la inocencia a cuestas de la infancia no le importará a futuro saber que esa remera tiene un lastre que su dueño anterior ya no podía soportar.