Si hasta hace tres fechas atrás Atlético era la continuidad del “Club de la Pelea”, ayer sentó las bases de un sindicato fuera de sus cabales y en plena protesta por una mejora futbolística de la que es culpable. Sin peso en sus pies, sin ideas claras para contener a un Unión extravagante, el “Decano” se fue a la lona casi solito. Apenas por un soplido de un “Tatengue” emparejado a la vieja versión de los de Ricardo Zielinski: un equipo con presencia y temple como para conquistar el mundo de un chasquido.
Débil, el muleto del “Ruso” hizo aguas hasta cuando no debió. Más que una presa de contención fue un colador con la generosidad de quien dejar pasar por sus puertas todo lo que no debe de un rival. Fue un juego pleno de diferencias, todas en su contra y a favor del dueño de casa. Jugar bien a la pelota te ayuda a descubrir cualquier acertijo. Eso hizo Unión con Atlético. De uno a tres toques veloces cruzaba de su área a la del “Decano” y pum, golpe. O goles, como los que le regaló Franco Fragapane a su gente: uno haciendo un eslalom y definiendo cómodo al palo cruzado de Cristian Lucchetti, y el otro disponiendo de un desierto de ventaja como para parar el cuero, decidir sin apremio y depositar el 2-0 en el living de un desprotegido Cristian David. Finalmente fue 3-0 con el de Bruno Pittón en el segundo tiempo, pero pudieron ser más si no fuera justamente por el “Laucha”.
Dio la impresión de que Atlético perdió el partido, sin haberlo hecho realmente, antes del minuto de acción. En apenas 29 segundos, Unión le puso los tantos en una jugada que de milagro no se festejó. Lo siguiente fue especular cuánto demoraría en hacerse dueño del resultado.
Unión lastimó porque presionó como antes lo sabía hacer Atlético. Atlético padeció el partido porque se movió como si en cancha ninguna de sus partes se conociera realmente, como si presionar se tratase de ir perseguir al de la “otra camiseta” sin timing pero en patota. Unión ganó porque se aferró al manual de estilo del equipo preciso, de toque seguro y punzante. Atlético perdió porque demoró la jugada, pensó demasiado, y cuando la cabeza no funciona los pies no avanzan y el rival te come la cabeza. Por todo eso la sensación general fue la de estar ante la pelea de un boxeador con sed de gloria y otro al que le prohibieron soltar un puñetazo siquiera.
Lo preocupante del caso es que la imagen de este Atlético de cristal se repite de manera consecutiva fuera de casa. Encima se viene Boca y perder puede ser peligroso. Porque hablar de la Copa Libertadores después de haber sumado un punto de los últimos nueve sería como darle demasiada relevancia a una historia de sueños autoboicoteados.
Lo que exige el presente es regresar al pasado. Anular de una vez por todas esa necesidad imperiosa e inútil de dividir la pelota apelando al pelotazo y salteando el mediocampo. Allí es donde debe cocinarse la emoción.
Lo que exige el presente, además, es una cachetada anímica, un estate quieto que haga despertar a quienes tienen que hacerse cargo de mover al conjunto. El nivel de la mayoría de los que vino a Santa Fe lejos está de poder integrar una nómina de 20 titulares como pretende Zielinski. Estuvieron más cerca de la tribuna, de moverse como espectador de lujo que de un jugador que solo piensa en defender lo que tanto le costó hace menos de 3 meses: llevar a Atlético hasta la cima de quienes cortan el queso en la Superliga.