Por Tomás Eloy Martínez
PARA LA GACETA - HIGHLAND PARK, NEW JERSEY
... Oí hablar de Bazán Frías por primera vez cuando tenía seis o siete años, y desde entonces no he sabido por qué el nombre actúa en mí como un escapulario. Basta que lo enuncie en los momentos difíciles para que la vida se me vuelva clara. No puedo decir que me haya dado suerte, más bien todo lo contrario. Pero me ha aportado una incesante claridad. El primer libreto para el cine que escribí, a los 22 años, se llamaba Bazán. Con él se hizo una película de treinta minutos que todavía se exhibe en las cinematecas. También Bazán era el título de la primera novela que escribí, más o menos hacia la misma época, y que arrojé por un incinerador en un ataque de vergüenza. La novela siguiente, que publiqué, era mucho peor.
Yo tenía seis o siete años, como dije. Iba con los cuadernos de la escuela y me detuve en un bar. La tarde era candente -como casi todas las tardes y las mañanas y las noches en Tucumán- y junto al mostrador del bar se desplegaban garrafas de helados cuyos colores no aparecen en el disco de Newton. Yo prefería el blanco del helado de ananá, pero sobre esa garrafa volaban moscas verdosas y anaranjadas, y sentí asco. Los enjambres de moscas no son raros en Tucumán. Se las ve rondar por todas partes, hasta en los hospitales, y uno aprende a tolerarlas, pero aquellas alas verdes y pesadas sobre el blanco del ananá mancillaban el helado. Mi atención se desvió hacia una mesa en la que cuatro hombres jugaban a los dados. Los veía agitar el cubilete y, antes de arrojar los dados, gritaban ¡Bazán! Era la primera vez que oía la invocación y para mí era apenas un sonido que nada significaba. Un hombre gordo, de bigotes pesados, se puso de pie, mezcló los dados sobre la cabeza y, cuando vio que los cinco, al caer, descubrían la misma cifra, un seis, se puso de rodillas y gritó ¡Bazán, Bazán santísimo!
Corrí de regreso a casa y me abracé a las piernas de Madre, que siempre parecía distante, sumida en sus lecturas. Le conté lo que había visto y le pregunté qué quería decir la extraña palabra. No volvás a repetirla, me advirtió. Es una palabra pésima. El nombre de un asesino.
El gordo dijo que el asesino era santísimo. La gente ya no cree en Dios, respondió mi madre. Debemos estar cerca del fin del mundo...
Primero alguien clavó un ex voto sobre la pared encalada del cementerio: un pequeño ojo de plata bajo la doble línea de sangre que el cuerpo de Bazán trazó al caer. Luego, los devotos dejaron pulmones de cobre, riñones de acero, corazones tejidos, señales de gratitud por los milagros del difunto. Más tarde, sobre las piedras de la vereda, fue encendiéndose un mar de velas, millares de velas que la lluvia no apaga. Las vi en el verano de 1975, antes de partir al exilio, y volví a verlas, multiplicadas, cuando regresé en mayo de 1984. Siempre que paso por Tucumán atravieso el parque y la pérgola, y camino hacia el muro ahora cubierto de ofrendas, entre las incansables velas y las flores. He visto procesiones con la imagen de la Virgen que apareció en el algarrobo. La imagen está atravesada por dos disparos, uno en el cuello y otro en la nuca, y derrama lágrimas de sangre. En los días de plegaria, la gente juega a los dados y a las cartas. Se venden rifas y giran las ruedas de las tómbolas. Para los devotos, Bazán es el buen ladrón y está a la diestra de Dios Padre, entre ángeles que le limpian la carabina y santas que le lavan los pies llagados por su última carrera.
El informe de la policía de Tucumán es menos compasivo. En él se lee que Andrés Bazán Frías, fugitivo de la justicia, pereció de dos balazos después de enfrentar a una patrulla, junto a las tapias del cementerio del Oeste, la medianoche de navidad de 1922.
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* Publicado el 10 de diciembre de 2006.
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