Por Fabián Soberón

PARA LA GACETA - REYKJAVÍK

En la carretera se esparcen como moscas unos pocos autos lentos. Hóffy Gardarsdóttir, profesora de la Universidad de Islandia, lleva una velocidad mejorada por la conversación. Sobre la costa, hay algunas casas caras. En los perfiles de los edificios, no hay rasgos de lujo ni de ostentación, como si el despojo buscado fuera la marca de una radical austeridad. Entre las construcciones bajas, con ventanas equidistantes, se destaca la casa de Björk, la preclara cantante islandesa.

Hóffy encara hacia el punto ciego de la península. Le pregunto si hay un barrio de pobres. Hóffy dice que no hay una zona obrera. Le hablo de los barrios pobres del conurbano bonaerense. Hóffy, taxativa, dice que no, de nuevo. En la capital de Islandia no hay una gran diferencia entre ricos y pobres sencillamente porque no hay pobres si lo comparamos con la situación en Argentina.

Llegamos al faro. Una quieta desolación rodea el área. Un señor de anteojos gruesos lee el diario en el auto de al lado. Lee con una concentración que alarma. No hay tristeza ni retórica en el gesto. Solo lee como si su posición fuera una pauta natural del aislamiento.

El faro está quieto, lejos, como un meteorito lánguido, inmune a los años y a las pérdidas.

Salgo del auto y miro el mar gris; las olas procelosas y graves dibujan un laberinto líquido. En el enclave nórdico las cosas están llenas de una luz oscura y nítida, y esa luz es el centro de la sombra. El pasto agreste y la escasez de árboles llenan de vacío la distancia.

El ronroneo del motor me empuja a dilucidar: Islandia es un país sin ejército, sin pobres, y con una idea progresista en relación con el aborto y los derechos de las mujeres y gays. Pregunto en voz alta si Islandia es una especie de democracia ideal debido a que son pocos habitantes, unos trescientos treinta mil. Hóffy se queda un rato en silencio mientras las grúas y el viento, con sus velocidades cambiantes, nos envuelve. Luego dice que, quizás, no es tanto el número sino que esto se debe a la idiosincrasia. Entonces pienso en cómo se forma una identidad. Qué rasgos del bravío mundo marítimo de los vikingos permanece en el presente. Y cuando los pensamientos se dispersan en el interior cálido una garúa finísima empaña el parabrisas.

Hóffy estaciona el vehículo al frente del Museo de Arte Moderno. Percibo un frente despojado y una mudez inenarrable. Arranca y la lluvia se detiene, como si le diera el pie para retomar el asunto de los desprotegidos. Hóffy se retracta: dice que en Reykjavík sí hay una zona de pobres. Acelera y promete mostrarme el lugar.

En el borde del mar, del otro lado, hay cuatro cubículos metálicos, rodeados de mástiles incólumes y de barcos estáticos.

Hóffy señala los cubículos construidos por el Estado y asegura que ahí viven cuatro enfermos mentales y alcohólicos que podrían ser considerados pobres. Uno de ellos la detuvo un día para pedirle, en un arranque delirante, que pague la electricidad. La figura anónima del perturbado aún deambula en mi memoria como un Hamlet islandés.

Cuando me bajo del auto, pienso que en Islandia el número de pobres haría palidecer a cualquier habitante latinoamericano.

Cada ciudad tiene su faro. En cada pueblo pesquero el corazón es un puerto que contribuye con la gélida democracia boreal. ¿Hacia dónde mira el futuro faro de Reykjavík?

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Fabián Soberón – Escritor.