Walter Gallardo, escribe desde madrid, donde reside.-
Suele pasar: las prioridades de un ser humano a veces varían radicalmente. Hasta ayer podrían haber sido conseguir un ascenso en el trabajo o comprar una casa y a estas horas en Madrid nada se desea con más desesperación que seguir vivos.
Hay un virus destructor y ha matado a mucha gente. Lo seguirá haciendo, según los pronósticos. Y al virus se ha sumado un miedo helado que baja por nuestra espalda cuando salimos a comprar el pan pertrechados con nuestro equipo ahora rutinario de barbijo, guantes de látex y gafas, o cuando se nos acerca alguien y nos habla a menos de dos metros. “La información” de la que hablaba el escritor británico Martin Amis en su novela recobra vigor entonces, esa “información” que nos llega de tanto en tanto para recordarnos que nos moriremos algún día. Tan simple, tan escalofriante.
De pronto, volvemos a estar desnudos ante el universo, como cuando nacemos; y solos, como cuando nos llevan a un quirófano. “Es la salud, estúpido”, parece decirnos otra vez la realidad y la historia de nuestra especie. ¿Quién puede negarnos que los cementerios son lugares indiscutiblemente democráticos? Lo demás, hoy más que nunca es accesorio y, pensándolo bien, siempre lo ha sido de alguna manera.
Las ventanas de los edificios están llenas de personas que miran hacia afuera o hacia el vacío. Algunas saludan agitando la mano y otras están serias, aturdidas por unas circunstancias que sólo podrían haber sido imaginadas desde una mente cruel. Son los fantasmas atrapados en sus casas, observando la ciudad como si ya no les perteneciera, quizás recordando aquellos días en que era normal lo que hoy es extraordinario o está prohibido. Y las noches, ay, las noches. Nada asusta tanto ahora como el silencio profundo. El silencio, en este caso, no es salud sino el terror a la peste que acecha y cada mañana nos rinde cuentas de su trabajo en cifras que cuestan creer. Todo miedo se agiganta entre las sombras y las paranoias parecen verdades irrefutables. Las luces y el resplandor de los televisores encendidos se alargan hasta la madrugada.
También hay algunas buenas noticias. Ahora es más fácil reconocer el orden de las profesiones. Hemos aprendido que las enfermeras y los médicos son insustituibles. No sólo necesarios. Nadie se mueve por este mundo si alguien no se ocupa de que estemos sanos. Y en esta crisis, los sanitarios (entre ellos y para salvarnos hay más de 500 infectados) están mereciendo un aplauso que estalla cada tarde a la misma hora en toda la ciudad. También se lo dedican a los trabajadores de los supermercados y las farmacias, soldados valientes en esta batalla. Dudo que, por ejemplo, un economista o un político despierten esta gratitud.
“El mundo de ayer”, tituló Stefan Zweig aquel libro inolvidable. Lo he recordado con frecuencia en estos días de encierro junto a otro, “La peste”, de Albert Camus. Al primero porque habla de un concierto que desapareció con la llegada de la muerte como un episodio banal y al segundo porque nada cambia tanto, para bien y para mal, como el ser humano en una emergencia. Pero juntos, cada uno a su modo, nos hablan de todo aquello que ya no debemos dar por descontado y de lo extraordinario y desgraciadamente fortuito que ha venido como un vendaval para señalarnos la fragilidad de la que estamos hechos.