“Hacer es la mejor manera de decir”, aconsejaba José Martí, político y escritor cubano que luchó por la independencia del Imperio Español en el Siglo XIX.
Martí fue un gran poeta, y también, y sobre todo, era un hombre de acción y lo demuestra la extensa biografía de conquistas, trabajos y publicaciones que realizó en sus apenas 42 años de vida..
Hoy presenciamos un gran contraste entre este precursor del modernismo latinoamericano y la forma en que se hace política en la actualidad.
Dirigentes que transcurren por sus cargos, que permanecen, y así de rápido pasan luego al olvido porque no provocaron ningún cambio significativo o trascendente para la sociedad. No le mejoraron la vida a nadie más que a sí mismos.
“No, permanecer y transcurrir, no es perdurar, no es existir, ni honrar la vida. Hay tantas maneras de no ser, tanta conciencia sin saber, adormecida”, escribía Eladia Blázquez.
Martí murió en combate bajo el fuego español, no en una cómoda hamaca paraguaya en la galería de un country.
Desde niños, cuando incursionábamos en la historia escolar, siempre nos preguntábamos: ¿Por qué antes había tantos próceres y ahora no? ¿Dónde están esos héroes que veíamos en los dibujos de Anteojito?
En una semana se cumplen dos siglos del fallecimiento de Manuel Belgrano. Otro personaje que murió prematuramente y pobre y que bien podría haber inspirado a Martí con aquello de “hacer es la mejor manera de decir”.
Los dos pelearon por la independencia de sus pueblos. Ambos triunfaron en su vida pública, dejaron una huella indeleble en la historia universal, y también fracasaron en sus asuntos privados. Como si el sufrimiento personal fuera un requisito de los superhombres.
Cuando alejamos la lupa del papiro, vemos que los héroes comienzan a difuminarse.
El presente es voraz
En el Siglo XX ya no encontramos próceres incuestionables. Cualquiera que mencionemos divide a la biblioteca en dos, en tres, en cuatro.
Quizás porque la historia es indulgente, mientras que el presente es perverso, voraz.
El pasado no necesita alimentarse ni saciar sus instintos animales. O quizás porque los valores éticos y las prioridades de la política van cambiando.
O por ambas razones en simultáneo. Los principios vectores de los líderes siempre están transmutando según los desafíos de la época.
La liberté, la égalité y la fraternité de Francia no habrían existido si sus monarcas no hubieran pasado antes por la guillotina.
Es axiomático que Barack Obama, el primer presidente negro de uno de los países más xenófobos del mundo, es la consecuencia de un proceso que va desde Abraham Lincoln, cuando firmó la proclamación de la emancipación de los esclavos en 1863, hasta Martin Luther King, pasando por Malcom X, Rosa Parks, Ella Baker o hasta el propio Kennedy. Entre muchos otros.
“Merecer la vida no es callar ni consentir tantas injusticias repetidas. Es una virtud, es dignidad, y es la actitud de identidad más definida”.
Influenciadores
La política actual es indigna desde la matriz, porque es ante todo imagen. Es una actuación permanente. No importan los hechos, las acciones, ni mucho menos la verdad ni la justicia. Lo único que termina volcando la balanza es lo que parece ser, lo que se comunica, lo que logra instalarse en el inconsciente colectivo. En la manada que odia o ama enceguecida.
Como los llamados influenciadores de las redes sociales, puro glamour, pura puesta en escena. No hay miserias en Instagram, excepto el morbo necesario para equilibrar y justificar tanto bacanal.
La política desde hace décadas ha dejado de ser una herramienta de cambio, de superación humanitaria. Es sólo una fachada que fundamenta un cierto orden ficticio. “Para el tontaje”, decían los abuelos.
Desde hace muchos años que al mundo no lo transforman los políticos, sino las poderosas estructuras corporativas que los proyectan sobre la gran pantalla del planeta, como a un holograma.
Los dirigentes son víctimas de la llamada revolución de las comunicaciones, de la información.
Todo comenzó, tal vez, si buceamos en la génesis de este fenomenal cambio cultural, allá por la década del 50.
Es innegable que los grandes aparatos de propaganda son anteriores, como los del nazismo, el sionismo, el stalinismo o el peronismo. Pero son publicaciones de Billiken comparados con lo que vendría después, hace unos 70 años, con la nueva era informática, internet y la globalización de las telecomunicaciones.
La oficina que cambió al mundo
Podríamos situar su origen, si acaso fuera esto posible, con la creación de la Agencia Central de Inteligencia estadounidense (CIA), en 1947.
Nunca antes en toda la historia, ni siquiera si nos remitimos al extenso y poderoso Imperio Romano, una organización ha puesto y sacado más dirigentes en el mundo, ha instalado tantas tendencias, modas y consumos. Odios y amores.
Cientos o miles de presidentes, gobernadores, líderes religiosos o artistas han surgido como producto de campañas creadas en una oficina. Eslóganes, canciones exitosas, películas, comidas, destinos turísticos, valores morales o hasta pasitos de baile han sido arrojados a los leones como un pedazo de carne.
Es incontable la cantidad de cosas que hacemos sin saber que las hacemos porque nos han dirigido subliminalmente hacia allí.
En el medio, luchan una guerra desigual dirigentes sociales honestos, periodistas, líderes de opinión o espirituales y gente decente que cada tanto, cada mañana, se arroja agua helada en el rostro para espabilarse y analizar un poco más allá de las pantallas.
El 90% de la información que circula por las redes sociales es falsa, o está amplificada, minimizada o manipulada. Sin embargo, todos, sin excepción, mordemos alguna vez el anzuelo. La carnada puede ser el odio, la indignación, las pasiones, el sexo, una denuncia, una foto, un video.
Todo vale para conducir al rebaño hacia un producto, un voto, una queja o para desviar la atención sobre un hecho aberrante, por ejemplo.
“No, permanecer y transcurrir, no siempre quiere sugerir honrar la vida. Hay tanta pequeña vanidad en nuestra tonta humanidad, enceguecida”, continuaba Blázquez.
Así vamos entendiendo que ya no hay próceres indelebles porque no son reales; son un producto de consumo, de propaganda.
Ni siquiera hay bandas de música que duren más que un par de canciones. Son una bandeja de comida rápida que se come antes de que se enfríe. Un negocio sin alma, donde la comida casera es cada vez más escasa.
Nuestro país es uno de los ejemplos más palmarios de una sociedad quebrada, dividida, mucho más por mentiras que por verdades. Denuncias, procesos, causas judiciales que duran un mandato y luego se dan vuelta en el aire como un panqueque. Y los que estaban presos ahora son los carceleros de los que estaban libres.
Si nos alejamos unos pasos del petardeo mediático permanente entre azules y colorados, y miramos con prudente distancia, vamos a soltar una carcajada estridente. Es tan patético que causa gracia. Como el apasionamiento con que las ovejas nos metemos en esa guerra ficticia.
“Hacer es la mejor manera de decir” y en Argentina hace décadas que se hace casi nada, salvo mentir, denunciar, espiar, robar y difamar al (supuesto) adversario.
La mitad de la gente es pobre desde hace más de medio siglo y esa es la única realidad.
¿Acaso no hay salida? ¡Claro que sí, siempre la hubo! Es la libertad, por la misma que murieron Martí y Belgrano, pero que nunca sirvió para vender humo. Es rezar, amar, bailar, cantar, trabajar, estudiar, aceptar al distinto, dejar de odiar y no mentir, jamás mentir: ese es el único camino hacia la libertad.
“Merecer la vida es erguirse vertical, más allá del mal, de las caídas. Es igual que darle a la verdad y a nuestra propia libertad, la bienvenida”.