El fútbol, con forma de Copa Libertadores, lo puede todo. Seis meses después del parate impuesto por la pandemia en marzo, que haya vuelto a jugarse en el continente fue un sueño redondo. Lo es. Es como haberle dado impulso al eslogan “vamos a salir” que se repite una y otra vez en la televisión, en la radio. Es haberle encontrado la salida al laberinto.
Lo que pasó es lo que tenía que pasar. Y no es este un pensamiento temerario. Que la pandemia asusta, es cierto. Pero también hay que sostener firmemente que no debe paralizarnos. Se entiende y se comprende el miedo a lo desconocido; al dolor, a la angustia. Al mismo tiempo, hay que asumir que la vida continúa: con cuidados, con lucha, con gestos solidarios, con trabajo, con responsabilidad.
Tenía que pasar que el fútbol vuelva. Era esa una puerta con una carga psicológica fortísima que muchos estaban esperando. Una nave conquistadora en tiempos en los que necesitamos recuperar la confianza y la fe en el futuro.
Ahora, el paso para dar es fronteras adentro. Demostrar que, si Sudamérica pudo, Argentina también puede lograr que la pelota vuelva a rodar. De vuelta a la figura de la carga psicológica que traería un acto así. Y también de vuelta al concepto del laberinto. Ese al que nos llegó la pandemia.