Imagínese el paso abrupto de la luz a la oscuridad. Hacer una transición en pocos minutos de un día brillante a la noche más oscura. Pasar de un escenario donde todo parece lejano a meterse en el medio, literalmente, de un campo de batalla. Afuera, la vida sigue como si lo de adentro importara poco. Pero adentro es todo dolor, impotencia, sufrimiento. Y muerte. La experiencia es dramática. Estamos en plena guerra. Un enfrentamiento que tiene sus orígenes en el nacimiento de la tierra. La vida, contra la muerte. En el medio, desplegados, los soldados de cada bando. Por un lado, el coronavirus, ese bicho mutante que vino a cambiarnos la vida para siempre. Del otro lado, el personal sanitario. Verdaderos héroes que ponen todo de sí para vencer. Y que también sufren bajas. En el medio, la gente, el ciudadano común. Ese contraste no se ve. Y por eso es difícil imaginar lo que está pasando adentro. Ya no son unidades de terapia intensiva. Son hospitales de campaña, como esos que vemos en las películas de guerra, que se montan en las proximidades de una zona de combate o de un lugar donde se ha producido un desastre. Allí no hay fiestas, ni risas, ni tiempo para salir a tomar un café. Todo lo contrario. Hay trabajo, muchísimo trabajo, lágrimas y preocupación. Si todos pudiéramos ver lo que sucede allí adentro, tal vez nuestra actitud cambiaría. Las discusiones políticas se volverían estériles. Y la frase “hay que cuidarse todo el tiempo” que repiten los expertos desde el momento en que se declaró la pandemia tendría otro significado. Cuando uno entra a esas salas de terapia intensiva el panorama cambia completamente. Es estar parado en la primera fila del ring side para ver cómo pelean Apolo y Hades.
No hay descanso en las unidades de terapia intensiva de la provincia. Ni públicas ni privadas. Para todos los que trabajan allí el tiempo es oro. Y es correr de habitación a habitación o de sala en sala todo el tiempo. Los pacientes, en su mayoría, están conectados a respiradores mecánicos, la única manera de que el oxígeno llegue a sus pulmones maltratados. Otros utilizan bigoteras. Algunos debieron ser sometidos a traqueotomías. Todos pelean por un poco más de oxígeno.
Virginia Manzano tiene a su cargo 36 camas covid en el Centro de Salud. Y está agotada. Física y mentalmente. “La gente no está dimensionando la gravedad de lo que sucede. No se imagina lo que sucede. Estamos teniendo una demanda enorme. Les estamos entregando cadáveres a las madres de sus hijos. Chicos de 35 o 40 años. Este virus se está llevando a la gente joven y mucho más rápido que el año pasado. Y hay un antecedente común en todos: las fiestas, las reuniones sociales. Así se contagian y muchos, aquí, lamentablemente se mueren”, describe.
Carlos Vizcarra es el jefe de Terapia Intensiva del Sanatorio Rivadavia. Y define la situación como desesperante. “Salís a la calle y la gente está como si no pasara nada. Y después entrás aquí y te das cuenta de la gravedad de todo esto. La gente no toma conciencia. Hasta que caen y entran a terapia. Todos los días tengo que hablar con un padre, con una madre, con un hijo y decirles que el paciente falleció. Todos los días. Tenemos que darnos cuenta de que jamás pasamos por una situación como esta”, dice.
Pamela Villagra estaba sentada a la puerta de un sanatorio con la cara entre las manos. “Mi hermano está internado. Le metieron un tubo en la boca para que respire mejor. Tiene 35 años y un nene chiquito. Se contagió en una reunión con los amigos y la última vez que lo vi fue cuando se sintió mal y lo trajeron al sanatorio. Hace ya 10 días”, dice la mujer.
En las terapias la tecnología está al servicio del paciente. Pero lastima verlos conectados a tubos y a máquinas, equipos que ayudan a los profesionales a la tarea primordial: salvarles la vida. “Siempre hay alguien monitoreando las habitaciones o las salas. No podemos dejar de estar un minuto atentos a las pantallas que son las que nos indican el estado del paciente. Es una lástima tener tantos chicos jóvenes aquí. El año pasado veíamos más personas grandes, pero sin dudas el virus mutó y ahora ataca a otro grupo. La gente tiene que entender que ya no hay alguien que diga ‘a mí no me va a pasar’. Estamos todos expuestos”, asegura la enfermera Marcela Juárez.
Un tsunami
Manzano afirma que desde marzo ven un crecimiento exponencial de casos. “Es un tsunami, más que una ola”, grafica. “No te da tiempo a nada, agota al personal. Tenemos que trabajar el triple. El virus no parece ser el mismo, es muy rápida la evolución y la mortalidad en las primeras 48 horas”, resume. Y agrega: “mi cabeza se apaga en algún momento. Trabajo de lunes a lunes. Tengo a mi marido que me apoya en todo, a mis hijos, pero es muy difícil todo. Te modifica la vida diaria. Hay familiares que consiguen mi número y me llaman para saber la situación, y yo tengo que estar. Estamos agotados”.
Vizcarra explica que todo el personal pone el máximo esfuerzo en esta batalla. “Por eso da tanta bronca ver a la gente que no se cuida. Me gustaría ver cómo harían si tuvieran que dar la noticia de la muerte de un paciente. La situación es de extrema sensibilidad”, dice. Y no habla sólo de la gente común. “Yo no puedo creer que los políticos sigan haciendo reuniones multitudinarias, como si no les importara. Son ellos los que deben dar el máximo ejemplo. ¿Cómo quieren que la gente cumpla las normas si ellos no las cumplen? Me hace enojar mucho”, dice mientras gesticula.
Juárez coincide. “Cada vez que vuelvo a mi casa veo gente amontonada, sin respetar las medidas de seguridad. Los bares están llenos, adentro y afuera. Hay reuniones en las casas. y pienso ¿sabrán lo que estamos pasando nosotros? ¿No piensan en la gente que está internada? ¿En los familiares a los que les tenemos que entregar un cuerpo? Parece que aún no toman conciencia de lo que está sucediendo”, razona la especialista.
Daniel Ferreira salió a fumar un cigarrillo frente al sanatorio. Tiene 24 años y su padre está internado desde hace una semana. “No sabemos cómo se contagió. Pero de golpe se empezó a sentir mal, lo trajimos y al rato ya lo intubaron. No lo puedo ver. Habíamos hablado mil veces de cuidarse. Rezamos, pedimos para que salga. Las cosas que se ven aquí adentro son horribles”, relata.
Pura vocación
Manzano asegura que es una enamorada de la terapia y que pone lo mejor de sí todos los días, al igual que el resto de su equipo. “A veces aparecen roces, producto del mismo cansancio. La terapia no reditúa económicamente como otras especialidades. Lo hacemos por vocación. Nos metemos a trabajar en medio del barro. Todos salimos empapados de transpiración, dejamos hasta la última gota. El año pasado sacamos a muchas personas con vida. Este año cuesta mucho más. Gente muy joven, da mucha lástima”.
Todos afirman que la gente necesita tomar más conciencia. “No vamos a aguantar otro pico. Con esta mortalidad si tenemos 2.000 casos como el año pasado más que camas vamos a necesitar más morgues. Lo único que tenemos que hacer es cuidarnos. Ya vamos a tener tiempo para las fiestas, para los amigos. La situación es demasiado dramática. Vos estás viendo lo que nosotros vemos todos los días. Esto es un campo de batalla”, dice Vizcarra. Y Manzano refuerza la idea. “La cosa está muy fea, no hay que confiarse y pensar que si somos jóvenes no nos va a pasar. Este virus está dejando a madres sin sus hijos, a chicos sin sus padres. Duele ver esta situación, hay mucha gente demasiado confiada. Siguen asistiendo a reuniones. El virus está en esas fiestas, en reuniones familiares. No está en el trabajo ni en las escuelas, donde se cumplen los protocolos. El trabajo es el lugar más seguro. Y el más inseguro es el bar que no respeta los protocolos, la reunión familiar. Estamos trabajando con muchísima presión y no sé hasta dónde vamos a poder sostenernos”, explica.
El momento de informar a los familiares de un paciente es inimaginable. “Los que hacemos terapia podemos estar un poco más curtidos. Siempre nos tocó hacer eso. Pero ahora es cosa de todos los días, a veces hasta tres veces por día y es muy duro. No se lo deseo a nadie. Hablamos entre nosotros y el que está mejor da la mala noticia. Los familiares están esperando novedades y tener que informarles un fallecimiento es espantoso”, relata Vizcarra. Según Manzano, dar malas noticias se está convirtiendo en algo normal. “Al principio costaba hablar con las familias, ahora es natural, abordamos a la familia y hablamos con ellos. Les explicamos. Les muestro los estudios. Si sabemos que hay muy pocas posibilidades de que sobreviva los hago ir al menos para que se despidan. Es muy duro, pero es parte de nuestro trabajo”, advierte.
Salir a la calle nuevamente luego de ver lo que uno vio es angustiante. Hoy todos tenemos un conocido que enfermó de covid. Todos conocíamos a alguien que falleció. Como dicen los expertos. Puede ser cualquiera de nosotros. Se necesita un cambio de actitud inmediato. Mientras tanto, los héroes de las terapias siguen dando batallas. Y sienten que las están perdiendo.
Promedio de decesos
Es preocupante el aumento nacional
En las últimas dos semanas aumentó un 44% el promedio de muertos diarios en el país: el 23 de abril esa cifra era de 299 y tras la confirmación de que ayer se registraron 611 fallecidos, ese número pasó a 430. En el Gobierno saben que esa cifra va a seguir en aumento, ya que la gente que está falleciendo en estos días es la que ingresó a Unidades de Terapia Intensiva (UTIs) entre 15 y 20 días antes, es decir, cuando se transitaba el pico de la segunda ola entre mediados y fines de abril.